Un pequeño relato de ficción:
Mi nombre es Bernardo Manzano, tengo 37 años. Cuando tenía 20 años y estaba en la universidad estudiando ingeniería, tomé un trabajo temporal. Una hoja pegada en uno de los pasillos de la facultad anunciaba un empleo levantando encuestas en algunos poblados y me pareció una buena forma de pasar el verano y ganar algo de dinero. El sueldo no era extraordinario pero era suficiente para un estudiante, además durante cuatro semanas me mandarían a 10 pueblos distintos para hacer los levantamientos y la idea de cambiar de aires por algunos días me atrajo. La empresa se encargaría de arreglar mi alojamiento en posadas y de procurarme boletos de autobús, cada semana yo debería regresar a la ciudad a entregar los levantamientos y recibir instrucciones para las visitas que haría en los siguientes días. Fue casi al final de esas cuatro semanas que me mandaron a un pueblo llamado San Marcos y que ocurrió la historia que voy a contar.
San Marcos era un pueblo pequeño, tenía una población de alrededor de mil personas según la información que me habían dado. Fue un viernes por la mañana que un autobús me dejó en la estación de Santa Catarina, el pueblo más grande cerca de San Marcos y de donde debía transportarme hasta mi destino final. En San Marcos no había estación de autobús así que me mandaron a Santa Catarina porque ahí salía un camión que tomaba la carretera hacia el sur, pasando por varios poblados y que me podría dejar en San Marcos. Por atraso del autobús que había tomado desde la madrugada no alcancé el camión que salía de Santa Catarina en la mañana y el siguiente salía hasta la tarde, así que debía buscar otra forma de llegar al pueblo que estaba a unos 80 kilómetros hacia el sur. Tuve suerte, en el mercado del pueblo encontré una camioneta que pasaría por San Marcos rumbo a El Vergel. A las 10:30 de la mañana la camioneta me dejó al pie de la carretera en la calle que da acceso al pueblo. La región es boscosa y la carretera por la que se llega es de puras curvas entre los cerros, una carretera pequeña de un carril de ida y uno de venida. Un letrero con el nombre del pueblo marca la que es la calle principal y que se extiende hacia la derecha de la carretera. Sólo había en la intersección una construcción a medias de lo que parecía que sería una gasolinera. Caminando por la calle empezaron a aparecer algunas construcciones sencillas y después de unos quinientos metros me encontraba en medio del pueblo. Me habían dado instrucciones de como llegar a una posada en la que pasaría la noche, el plan era levantar al menos cincuenta encuestas –lo cual me tomaría todo el día–, pasar la noche en la posada y temprano regresarme a Santa Catarina para tomar un autobús al medio día que me llevaría a la ciudad. Siguiendo las instrucciones que me habían dado seguí caminando por la calle principal –la única pavimentada del pueblo– alrededor de unos quinientos metros más hasta que apareció del lado derecho una calle empedrada, tomé esa calle a cuya derecha habían algunas casas separadas por baldíos y a cuya izquierda había un campo de fútbol más de tierra que de pasto. Después de unos trescientos metros la calle empedrada interceptaba con una de terracería, si hubiera seguido derecho hubiera tenido que subir la pendiente bastante empinada de una colina, pero en la calle de terracería debía doblar a la derecha para llegar a la posada. La pequeña calle, en la que difícilmente alcanzarían a caber al mismo tiempo dos vehículos, era una combinación de tierra, basura y charcos. Noté algo curioso, a la izquierda en un pequeño terreno de unos 40 metros de largo sobre la calle por 10 hacia adentro había algunas tumbas. Como suele pasar en los panteones de los pueblos, las tumbas estaban decoradas con macetas y flores, algunas enrejadas o adornadas con estatuas de figuras religiosas. La gente parece visitar más a sus muertos en los pueblos que en las ciudades. Algunas tumbas carecían de cualquier decoración, estaban en un estado de descuido, lápidas rotas, hierba creciéndoles por los lados, seguramente a causa de que esos muertos ya no tenían en el mundo quién los recordara. Era extraño este mini panteón al lado de la calle, tan puesto al azar y descuidado, sin reja ni barda, era como si en un baldío cualquiera hubieran decidido plantar unas tumbas nomás por nomás. En un lado el mini panteón terminaba en la barda de ladrillo de una casa y en la parte de atrás termianaba con una pared de tierra que era un pequeño acantilado de la colina a la que se subía por la calle empedrada. Subiendo la mirada hacía donde empezaba el acantilado alcancé a ver algunas cruces y lápidas, comprendí que arriba de la colina estaba el panteón del pueblo y que el terreno del mismo, a pesar del acantilado, incluía este pequeño espacio que había quedado abajo de la colina y dando a la calle por lo que se había aprovechado para también poner tumbas ahí. Imaginé que los espacios para tumbas que quedaron en ese pequeño espacio debían haber sido más baratos que los que estaban arriba de la colina. Seguí caminado, faltaban unos 600 metros para llegar a la posada, vi que en esa calle habían prácticamente puros baldíos y sólo algunas casas dispersas, no al pie de la calle sino más al fondo, rodeadas por pequeños terrenos de tierra, hierba crecida, chatarras olvidadas y los mismos charcos de agua puerca de la calle. Las pocas casas tenían esa arquitectura vernácula que sólo se ve en los pueblos, algunas eran de un solo piso, con la fachada tupida de plantas en macetas improvisadas de latas de pintura o cubetas, otras estaban construidas en terrenos muy pequeños pero con hasta tres pisos como si fueran mini edificios. Extrañas combinaciones de colores chillantes, muros de puro ladrillo sin enjarre o de adobe a medio desquebrajar, columnas de cemento colocadas como elementos decorativos caricaturescos, tendederos improvisados en el exterior. En el balcón de una casa angostísima de tres pisos alcancé a ver un refrigerador, supongo que no les cupo adentro.
Llegué a la casa de la posada, supuestamente el único alojamiento del pueblo. Era una casa de dos pisos con portón de metal, la única casa de esa calle con portón ya que las otras a lo mucho tenían rejas hechas de estacas de madera y alambre de púas. El portón de metal pintado de color verde pistache era la referencia que me dieron para reconocer la casa. Toqué y la voz de una mujer me gritó desde el interior que ya venía. Abrió el portón una mujer de unos cincuenta años, muy delgada, de cabellera algo canosa, piel morena, con el cutis golpeado por el sol y las arrugas. Con tan solo verla unos segundos pude crear en mi mente toda su historia, imaginé que esa mujer fue muy bella en su juventud, que hacía algunos años había enviudado quedando sola y a su suerte, el aura gris y triste que la rodeaba supuse que era la amargura de haber perdido a alguien que había amado mucho. Seguramente rentar un cuarto en la casa era una de las muchas cosas que habría tenido que inventar para subsistir. Subiendo unas pequeñas escaleras me mostró el cuarto arriba de la casa que tenía su entrada independiente, una cocineta, un pequeño baño y en medio una cama con la colcha más vieja que he visto. Sin muchas palabras me dijo que ella estaba todo el día en la casa, que si necesitaba salir sólo le tocara en el portón al regresar, que a lo mucho saldría un momento en la tarde para ir a la tienda pero no tardaba. Cerró la puerta detrás de sí y me dejó solo en la austera habitación.
San Marcos no tenía una plaza principal, ni un quiosco. La parte más céntrica era quizá la intersección entre la calle principal y una calle en cuya esquina estaba la pequeña parroquia del pueblo, en contra esquina había un espacio a manera de parque con un par de bancas de metal entre el zacate. A un par de cuadras por la calle principal, en dirección contraria a la carretera, estaba el ingenio y casi enfrente el casino del pueblo. Haría el levantamiento tocando de puerta en puerta, supuse que la mejor estrategia sería tomar la calle principal desde el ingenio con dirección a la carretera e ir internándome en las calles empedradas y de tarracería que interceptaban. El día transcurrió sin eventos importantes. Para las nueve de la noche ya había terminado con las cincuenta encuestas, estaba cansado y lo único que quería era sentarme. En el expendio compré dos cervezas de lata y me fui al parque en contra esquina de la parroquia, me senté en una de las bancas para tomarme las cervezas descansado antes de regresar a la posada. No había mucha actividad en la calle, esa noche debía haber sido peculiar ya que en el casino del pueblo se llevaba a cabo una fiesta, supuse que era la boda que esa misma tarde se celebró en la parroquia. A lo lejos se escuchaba la banda y a pesar de que la calle estaba relativamente sola, de vez en cuando pasaba una pareja o un pequeño grupo de personas, ataviados en sus mejores ropas con dirección al casino, que no era más que un humilde bodegón que habían llenado de mesas para la fiesta. Pasaron un par de muchachitas, imagino que de unos 16 ó 17 años, tomadas del brazo y murmurando entre risas nerviosas, con vestidos sencillos y zapatos de tacón que parecía que le habían robado a sus madres. Imaginé que no pasan muchas cosas en el pueblo y una boda en el casino debía ser un gran evento. Después de terminarme las cervezas me quedé todavía un rato sentado en esa banca, simplemente admirando las estrellas del cielo despejado, contemplando el contraste entre la fiesta que a lo lejos se escuchaba y la tranquilidad sepulcral de la calle vacía en ese momento. Solos en la calle estábamos yo y dos perros callejeros echados en la banqueta de enfrente. Emprendí el camino a la posada.
El alumbrado público era escaso en San Marcos, hay gran distancia entre las pocas lámparas de la calle, dejando largos tramos por recorrer a oscuras. Era sorprendente lo sola que estaba la calle principal, normalmente en estos pueblos la calle está muerta por las noches, pero en esa noche hasta las casas parecían vacías por las luces apagadas, seguramente la mitad del pueblo estaba en el casino y la otra mitad ya dormía, eran casi las once. La última lámpara de la calle principal estaba justo en la esquina de la calle empedrada junto al campo de fútbol, la siguiente lámpara en mi camino estaba donde cruzaba esa calle con la de terracería que llegaba hasta la posada, así que tendría que caminar un largo tramo en penumbra. Conforme avancé por por esa calle empecé a ponerme algo nervioso, acostumbrado a los peligros de la ciudad una calle oscura era algo que automáticamente me ponía en estado de alerta. Por un lado la oscuridad impenetrable del campo de fútbol de tierra, por el otro baldíos y unas cuantas casas con las luces apagadas. En los pueblos no hay tanto de que temer, sin embargo me vino a la mente una nota que leí en el periódico hacía unos cuantos días, una familia había sido terminada a machetazos en una ranchería llamada Los García justamente en esa región. Conforme me acercaba a la luz de la lámpara sentía alivio, como si la luz pudiera brindarme protección, pensar en eso sólo me puso más nervioso, dándome cuenta de pronto de que estaba totalmente desprotegido en esa calle tan sola de un pueblo que había pisado por primera vez ese día. Por fin doble hacia la derecha en la calle de terracería con dirección a la posada, ahora la siguiente lámpara estaba más o menos a la mitad del camino entre el punto donde me encontraba y la posada, era la última lámpara en esa calle así que el final del camino –donde estaba la posada– sí estaba sumergido en la oscuridad. Mientras avanzaba por esa calle, a la altura del mini panteón que describí anteriormente, pude ver de reojo algo que me provocó un susto repentino. Donde terminaban las tumbas, en una esquina formada por la pared de ladrillo de la casa de al lado y la pared de tierra del acantilado, en esa esquina sumergida en la oscuridad, había alguien. Sin darme cuenta había detenido el paso pero inmediatamente lo reanudé por temor a que quien estaba en esa esquina se diera cuenta de que lo había visto. Era extraño y sospechoso, ¿qué estaría haciendo alguien a estas horas de la noche, en medio de la oscuridad, parado entre las tumbas?. Varías ideas recorrieron mi mente en fracciones de segundo: quizá un borracho de la fiesta, un indigente perdido, el loco del pueblo, todos tienen uno, quizá algo más. Apenas había dado tres pasos y me faltaban todavía varios para estar a la altura de esa oscura esquina del terreno cuando decidí que debía tratar de ver con más claridad de quien se trataba, por una combinación de instinto de autopreservación, curiosidad y morbo. No podía voltear abiertamente porque no quería que la persona supiera que lo estaba viendo así que trataría de capturar lo más posible con mi vista periférica. Inmediatamente me arrepentí, con lo poco que alcancé a distinguir pude hacer la figura de una mujer desnuda, extremadamente delgada, con cabello largo y suelto. Sucia, como si se hubiera revolcado en tierra o lodo, como si acabara de salir de una de las tumbas pensé. Algo encorvada, como un poco inclinada hacia adelante, los brazos un poco extendidos hacia el frente, como si tratara de tomar un objeto invisible a la altura de su vientre y a unos cuantos centímetros de su cuerpo, los dedos abiertos como si fueran garras a punto de aferrarse a algo. No creo en fantasmas ni en ningún tipo de fenómeno paranormal, pero no me apena admitir que en semejante situación lo primero que pensé es que se trataba de un fantasma parado sobre su tumba. Al momento en que pasé a la altura de la mujer, que se encontraba a unos 12 ó 15 metros de mí, pude ver de reojo como su cabeza giraba en mi dirección, como viéndome pasar, conservando exactamente la misma posición encorvada y con los brazos un poco hacia adelante como una estatua, moviendo solamente la cabeza. Al llegar a la altura de la casa cuya pared daba al terreno del panteón no pude verla más, adelante veía la lámpara de la calle, la última que había antes de llegar a la posada, a tan sólo unos doscientos o trescientos metros. Las distancias parecían carecer de significado con el terror que empezaba a sentir recorrerme el cuerpo ahora que no podía ver a la mujer pero que intuía estaba detrás de mí. Quería correr pero algo me lo impedía, me dije que era para que la mujer no me viera huyendo, de la misma forma en que cuando uno se encuentra con un perro agresivo no debe correr para no ser perseguido. En realidad creo que era más una estúpida sensación de vergüenza, como si no quisiera que alguien viéndome desde el interior de alguna de las escasas viviendas entre los baldíos se diera cuenta de que estaba asustado, asustado en el mejor de los casos de un producto de mi imaginación formado por la oscuridad de la noche y la soledad de la calle, y en el peor de los casos de una simple mujer desnuda . Conforme la luz de la lámpara me alcanzaba sentía algo de alivio, como si al ser más visible mi depredadora fantasmal fuera a abandonar la idea de atacar. ¿Seguía ahí?, quizá era simplemente una loca que seguía en aquella esquina del terreno, hundida en su estupefacción, quizá de verdad lo imaginé, quizá vi una estatua como a veces ponen en las tumbas, la estatua de algún ángel o una virgen que en la penumbra engañó a mi vista haciéndose pasar por figura humana. Sólo había una forma de saber, sólo una forma de convencerme de que no había peligro inminente. Mientras seguía caminando, al pasar justo bajo la última lámpara de la calle volteé lentamente hacia atrás, deseando encontrar con la mirada una simple calle vacía, temeroso de ver algo más. Otra vez me arrepentí, a la altura de las tumbas pero ahora justo en medio de la calle la mujer estaba parada, conservando su extraña posición, volteando hacia mí, inmóvil en medio de la oscuridad. Mandé al carajo la vergüenza y empecé a apresurar el paso, cada vez más, cada vez más, de pronto estaba trotando, de pronto estaba corriendo. La mochila que llevaba colgada botaba contra mi espalda desenfrenadamente, seguramente dejé mal cerrados los cierres como a veces me pasa porque se abrió y me di cuenta de que se me cayeron cosas, lápices, plumas, algunas hojas, seguramente perdí algunas encuestas o todas, pero en ese momento no me importó, no me detendría a recoger lo que se cayó, ni por todo el dinero del mundo, ya estaba cerca de la posada, podía ver el portón resaltar un poco en medio de la oscuridad de la calle. Pisaba charcos, me tropezaba con los hoyos y rocas de la terracería pero nada me detenía. Finalmente alcancé el portón y toqué fuertemente lastimándome los nudillos. Mi corazón latiendo al máximo, una mezcla de miedo y agitación por la carrera, mis pulmones suplicando por más aire, empezaba a escurrirme sudor por las sienes. Volví a tocar, no quería voltear, no quería voltear, no quería voltear, pero tuve que hacerlo, la mujer estaba ahora justo bajo la lámpara, había avanzado hacia mí y calculé que había avanzado la misma distancia que yo acababa de correr. Ahora la veía con más claridad bajo la lámpara, desnuda y sucia, la distancia y el cabello me impedían verle bien el rostro. De pronto me asaltó una idea ¿podría ser la mujer de la calle la misma mujer de la posada?. Varias ideas me vinieron a la mente como flashasos: las dos eran delgadas, las dos se encontraban en la misma área geográfica, yo había intuido que la mujer de la posada era viuda y a la mujer de la calle la había visto absorta entre las tumbas. ¿Acaso lo que me perseguía no era un espectro?, ¿podía tratarse de alguien de carne y hueso?. Toqué una vez más y de reojo podía sentir como la figura de la mujer de la calle se acercaba lentamente. El terror se convirtió en pánico, fuera fantasma, demonio o una loca sentía que tenía que alejarme de ella como fuera posible. Empecé a buscar la manera de saltarme el portón para entrar a la casa, de nada serviría si era un ser espectral ya que el portón no la detendría y de nada serviría si era la misma mujer de la posada porque tendría la llave para entrar. La mujer se acercaba, sin saber a donde huir comencé a hundirme en la oscuridad, caminando hacia atrás sin perder de vista a mi perseguidora, de pronto no pude avanzar más, un muro de nopales y arbustos me cerraba el paso, la mujer se acercaba más y más, aceleraba el paso para alcanzarme.
Gumaro Fernández, supe después, era el nombre del violador. Un jornalero que, según se supo más tarde, había estado en la fiesta del casino, de donde lo sacaron a la fuerza por ponerse borracho y armar alborotos. Cuando la mujer estuvo a unos metros de mí fue que me di cuenta, estaba golpeada, tenía sangre en el vientre se había revolcado en la tierra luchando contra un hombre, luchando por conservar su dignidad y libertad. Esa noche Magdalena Vázquez, la mujer de la posada, había salido de su casa como a veces acostumbraba para darle las buenas noches a su difunto esposo, quien estaba enterrado en aquel pedazo del panteón abajo del acantilado, razón por la que ella vendió el ranchito que tenía a las afueras de San Marcos y se hizo una casita en esa calle, con un cuarto independiente que pudiera rentar. Después de casi 30 años llenos de dicha juntos su esposo falleció en un trágico accidente, cuando una culebra asustó a su caballo –eso suponen– y se cayó golpeándose la cabeza contra una piedra. La mala fortuna hizo que justo esa noche, justo en ese momento, mientras yo me tomaba la última cerveza en el parquecito en contra esquina de la parroquia, Gumaro Fernández encontrara hincada frente a una tumba a una mujer y cediera ante sus instintos más violentos y animales. La abracé y soltó el llanto, un llanto desgarrador y doloroso. ¡Ayuda! empecé a gritar con la esperanza de que alguien saliera de alguna de las casas cercanas. Cuando Gumaro había terminado de hacer con ella lo que quizo tomó una piedra grande y la levantó para aplastarle la cabeza a Magdalena. Alcanzó a pegarle sólo de lado y en su delirio alcohólico no se dio cuenta de que la había dejado con vida. Huyó. Magdalena quedó desnuda, llena de lodo, tierra y sangre en la esquina del panteón, golpeada, ultrajada, despojada de toda luz, violada frente a la tumba de su amado difunto esposo. Se puso de pie, adolorida, confundida, sin saber que hacer ni como reaccionar y se quedó así por unos momentos, hasta que vio a alguien aproximarse en la oscuridad, hasta que me vio pasar y me reconoció. No tenía voz porque Gumaro al someterla la había tomado del cuello y le había lastimado las cuerdas vocales. No podía moverse mucho porque todo le dolía y se sentía sucia, no de la tierra sino del olor a cerveza y sudor que le había dejado impregnado su violador. Trató de pedir ayuda pero no supo como, trató de alcanzarme mientras yo huía aterrado. Esa noche el único monstruo fue el que no me tocó ver.