Mi nombre es Günther Schreiber y soy un cobarde.
Uno no puede elegir dónde nace, nacer en Berlín en 1942, en plena guerra, podría parecer una maldición anunciada. Cualquiera diría que mi suerte estaba marcada, verpfuscht, al aparecer en este mundo en esa pantanosa y putrefacta tierra que había sido escenario de tantos sufrimientos desde tiempos inmemorables. La terrible Guerra de los Treinta Años. Los ejércitos de Gustavo Adolfo de Suecia saqueando, violando y asesinando a los berlineses, cuyas torturas favoritas para los civiles eran mutilarlos, rostizarlos, hervirlos o hacerles beber lo que graciosamente llamaban “la bebida sueca”, aguas negras. Al “Rey Sargento”, Federico Guillermo debemos la grandeza del Ejército de Prusia, instrumento de las Guerras de Silesia y la invasión del Reino de Sajonia. Empezando el siglo XIX, Napoleón entró victorioso a Berlín, marchando con su ejército por el boulevard Unter den Linden y a través de la Puerta de Brandeburgo. Después de padecer al conquistador francés un siglo lleno de conflictos internos hasta que se unificó Alemania y después seguiría más horror, dos terribles guerras mundiales. Berlín es una ciudad cimentada sobre sangre y huesos.
Tras la Segunda Guerra el país quedó dividido en el oriente, controlado por Rusia y el occidente, controlado por los aliados, América, Gran Bretaña y Francia. Berlín, la ciudad de más importancia industrial, a pesar de encontrarse en la Alemania oriental controlada por Rusia, fue también dividida como un pastel, con un lado oriente comunista y un lado occidente capitalista con sectores americano, británico y francés. Berlín occidental era pues, una isla capitalista detrás de la cortina de hierro. Todas las tensiones y situaciones ridículas imaginables sin duda se dieron en la ciudad dividida de Berlín. Así como después se darían todos los dramas y desgracias posibles. A pesar de la división política la vida en la ciudad transcurría con cierta normalidad, los berlineses hacíamos nuestra vida en los dos lados de la ciudad, no sin tensiones cada vez mayores por el choque entre el bloque soviético (oriente) y el americano (occidente), la guerra fría.
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Mi historia comienza en el verano de 1961, el año en el que Greta Kühn y yo nos enamoramos perdidamente. Ambos vivíamos en Berlín oriental pero trabajábamos en el lado occidental, ella en el sector americano como mesera en el hotel Plaza, en la famosa avenida Kurfürstendamm. Yo como asistente en la librería de mi universidad, la Universidad Libre de Berlín. Estudiar y trabajar en el lado occidental tenía sus ventajas, una de las principales era ganar D-Marks (marcos occidentales) que con el tipo de cambio contra los Ostmarks, los marcos de la República Democrática Alemana, lo volvían a uno rico tan sólo cruzando la calle hacia el oriente. Otra ventaja era la oferta de productos americanos, en el lado occidental todo era mejor, hasta la radio. Pero sobre todo lo mejor del occidente había sido conocer a Greta. Nos conocimos en el invierno del año anterior y en año nuevo nos dimos nuestro primer beso, lo que seguiría en el 61 sería una clásica historia de amor juvenil. Queríamos estar juntos en todo momento, aprovechábamos cualquier ocasión para vernos, llegada la primavera comenzamos a tener picnics en los jardines de la ciudad, nuestros gartenlauben. A veces nos íbamos a los bosques que rodean Berlín, tomábamos el tren y nos alejábamos para perdernos en algún lugar del campo, llevábamos una canasta con queso y pan que Greta robaba de su trabajo y una botella de vino que yo compraba. Extendíamos una manta en el pasto y pasábamos toda la tarde riendo y haciendo el amor. Cuando no estábamos juntos sólo pensábamos en estar juntos. Ambos soñábamos frecuentemente con mudarnos al lado occidental de Berlín, rentar un pequeño departamento y vivir solos, juntar suficiente dinero durante un par de años para casarnos. Soñábamos con los ojos abiertos, platicando cómo serían nuestras vidas, cómo sería nuestro brillante futuro. Al iniciar ese verano comenzamos los arreglos necesarios, a finales de julio habíamos encontrado un pequeño departamento y lo habíamos rentado juntando nuestros salarios. Era una ratonera, un cuartucho oscuro de paredes sucias y olor a humedad en el sector americano, pero sería nuestro cuartucho, juntos lo convertiríamos en un hogar. En los siguientes días comenzamos a arreglarlo con muebles viejos y a decorarlo. Como recuerdo la ilusión que sentíamos en esos momentos, como recuerdo ese sentimiento de ser dueños del mundo, listos para comenzar el resto de nuestras vidas, para cumplir todos nuestros sueños y hacerlo todo juntos. Entonces llegó lo que quedaría marcado como el domingo del alambre de púas, Stacheldrahtsonntag.
Ese domingo de agosto nos despertamos atrapados en Berlín oriental. Durante la noche el ejército rodeó con alambre de púas a Berlín occidental, impidiendo el paso a cualquiera, interrumpieron el paso de trenes, incluso el metro, die Untergrundbahn, que permitía transitar por la ciudad entre el oriente y el occidente dejó de permitir el paso de los ciudadanos orientales hacia el lado occidental. De un tajo cortaron la ciudad en dos. A pesar de la división política de la ciudad desde la postguerra era común moverse libremente de un lado de la ciudad al otro, era normal que amigos y familiares vivieran en los lados opuestos de la ciudad y se visitaran todo el tiempo, incluso como Greta y yo era normal vivir en un lado y trabajar o estudiar en el otro. Ese día los berlineses orientales amanecimos siendo prisioneros, ese día marcó el inicio del muro de Berlín. Durante años muchos alemanes del oriente habían viajado a Berlín para cruzar al lado occidente y pedir asilo político, desertaban el comunismo en números que llegaron a los miles por día. A pesar de que el gobierno comunista de la República Democrática Alemana había hecho esfuerzos de todo tipo por frenar la deserción, la realidad era que cada día más gente de toda Alemania oriental cruzaba a Berlín occidental y era sacada hacia la libertad por los corredores aéreos. El mismo Berlín oriental se estaba quedando desierto, los jóvenes y en especial los profesionistas con preparación técnica iban dejando el lado comunista poco a poco y el régimen no podía permitirlo. Recuerdo la sensación de miedo y decepción que tuvimos Greta y yo ese domingo en el que habíamos planeado ir a continuar los arreglos de nuestro departamento, al cual ya no podíamos volver y quizá ya no podríamos volver nunca. Tampoco podríamos volver a nuestros trabajos y yo no podría regresar a la universidad. Ese día y el siguiente circularon toda clase de rumores, que el cierre de la ciudad era temporal, que el gobierno daría visas para poder transitar libremente. Todos estábamos un poco incrédulos, la idea de que la ciudad fuera de verdad dividida permanentemente parecía imposible. Las líneas telefónicas ya no funcionaban hacia el occidente, lo cual debería haber sido una señal clara de que el alambre de púas y los grepos, la Grenzpolizei dedicada a cuidar la frontera, serían permanentes. Para el martes estábamos desesperados y Greta planteó que la única solución sería escapar, a mí me parecía una tarea imposible y demasiado arriesgada, pero cedí a la idea de dedicarnos a circundar algunas partes de la frontera en bicicleta para determinar cuál podría ser el mejor punto de escape. Greta pensó que nuestra mejor opción sería nadar por el río Spree hacia el lado occidente, entre Treptow y Kreuzberg, de noche para no ser vistos tan fácilmente. La idea me parecía sacada de una novela de aventuras, discutimos por horas y cuándo supe que no podría convencerla tuve que ceder. Pensé que entre más tiempo pasáramos planeándolo más fácil sería que ella se diera cuenta del riesgo y la imposibilidad del escape. Para mi sorpresa ella quería irse la noche siguiente. Le dije que necesitábamos algunos días para planearlo, quizá semanas, vigilar el movimiento en el río, ver si la situación cambiaba y el escape dejaba de ser necesario. No pude convencerla, ella decía, y tenía razón, que entre más tiempo pasara más vigilancia habría y más difícil sería escapar. Acordamos encontrarnos la noche siguiente en un punto del río a la media noche y vigilar durante un par de horas hasta estar seguros de que podíamos nadar sin ser detectados. El día siguiente nos vimos brevemente por la mañana sólo para repasar el plan de la noche. Todos vivimos aquellos días en un estado de paranoia, especialmente quienes habíamos trabajado o estudiado en el occidente ya que automáticamente éramos considerados como sospechosos por la Stasi, la policía de seguridad del Estado, Staatssicherheitsdienst, que estaba dedicada a vigilar los intereses del régimen comunista, protegiéndolos principalmente de sus propios ciudadanos. Greta y yo teníamos miedo de estar siendo vigilados, el encuentro fue breve, repasamos el punto de encuentro y la hora, las doce en punto. Nos despedimos con un beso rápido, mi corazón estaba acelerado, sentía el peso inminente de la culpa, sabía que aún estaba considerando mis opciones y que no estaba convencido del plan de Greta, quizá esa sería la última vez que la volvería a ver. Durante el resto del día viví en un estado de sobresalto, consumido por la ansiedad de mis opciones. Estaba convencido de que el plan de Greta no podría funcionar, nos iban a descubrir y nos iban a arrestar o peor a disparar en medio del río. Si decidía no ir habían varias posibilidades, si Greta lograba escapar no volvería a verla, si por no aparecerme ella abortaba el plan me odiaría de por vida, si era arrestada no volvería a verla y me odiaría de por vida. Las palmas de mis manos estaban húmedas, me las secaba en el pantalón constantemente, apretaba los puños con desesperación al ver pasar las horas. Llegadas las doce de la noche tuve una sensación de angustia seguida por una de alivio breve, era un hecho, había abandonado a Greta a su suerte y no seguiría su plan. En ese momento la odié, la odié pensando que me había presentado una decisión imposible, la resentí al pensar que quizá su plan funcionaría y lograría escapar. No pude dormir. Esperé a que amaneciera y pensé en buscarla, quise comprobar si había decidido quedarse. No hubo tiempo, dos hombres de la Stasi llegaron a buscarme, me sacaron de mi departamento, me metieron en un auto, me vendaron los ojos y me llevaron.
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Hohenschönhausen, la prisión de la Stasi, estaba situada en un complejo industrial que había quedado bastante dañado tras la Segunda Guerra. Durante ese tiempo fue un campamento de la Gestapo, tras la derrota del Eje se convirtió en centro de operaciones de la NKVD, la agencia de inteligencia rusa que más tarde se convertiría en la KGB. A principios de los 50s el gobierno ruso le cedió las instalaciones a la Stasi y desde entonces fue su principal centro de interrogación. La prisión estaba dentro de lo que se conocía como la zona prohibida, una zona a la que no se podían acercar los civiles y que incluso no aparecía en los mapas. Una vez que llegamos a la prisión me quitaron la venda de los ojos y con gritos y empujones me llevaron hasta una sala donde me quitaron la ropa y me pusieron uniforme de prisión, después me llevaron a una celda oscura que sólo tenía una cama y una letrina. Sin explicaciones, sin razones, la pesadilla psicológica del interrogatorio había comenzado. Imaginé que los grepos habían descubierto a Greta mientras intentaba escapar, quizá la habían interrogado y había dado mi nombre. Hasta el día siguiente me sacaron de la celda para conducirme a un cuarto de interrogación, los pasillos de la prisión tenían semáforos para avisar cuando otro prisionero estaba siendo transportado, en cuyo caso nos hacían ponernos de espaldas en unos huecos especiales en los pasillos, mirando hacia la pared mientras el otro prisionero era conducido por el pasillo a espaldas de nosotros, de forma que no era posible que los prisioneros se vieran entre si. Esto aumentaba el estado de paranoia aún antes de llegar al cuarto de interrogación, donde te sentaban en un pequeño banco de frente al interrogador, sentado en su escritorio a unos tres metros de distancia, con una ventana al exterior a sus espaldas. La promesa de libertad, del mundo exterior, del aire fresco y los rayos del sol, justo detrás del interrogador. Para mi sorpresa la Stasi parecía no saber aún nada de Greta, el primer interrogatorio parecía más bien motivado por mis estudios en Berlín occidental. Cuando al día siguiente fue el momento de un segundo interrogatorio, hubo preguntas sobre Greta, no mencionaban su intento de escape pero querían saber todo sobre mi relación con ella. En el tercero me dijeron que Greta había intentado escapar y que dijo que yo le había ayudado a planear todo. Yo siempre lo negué, repetí hasta el cansancio que Greta era simplemente una muchacha más con la que a veces tenía relaciones pero que no tenía ninguna verdadera cercanía ni intimidad con ella, inventé que al mismo tiempo estaba viendo a otra muchacha que vivía en el lado occidental, que Greta no tenía ninguna importancia para mí. Repetí una y otra vez lo mismo, a pesar de que en verdad creía que tenían a Greta en custodia y les había contado todo, necesitaba negar las acusaciones de traición con una mentira y apegarme a ella. Fui liberado dos semanas después. En libertad permanecí con la duda de si de verdad habían atrapado a Greta. Tal vez había logrado escapar y al no encontrarla para interrogarla, como estaban haciendo con todos los que trabajaron o estudiaron en el occidente, la Stasi se dio cuenta de que se había fugado. Permanecería con esa duda durante casi treinta años, lo único que sabía con certeza es que Greta no estaba.
Quienes habíamos estudiado o trabajado en el occidente seríamos sospechosos de por vida. En el caso de los estudiantes, algunos con entrenamiento técnico eran aprovechados por el gobierno bajo estricta vigilancia. Los que habíamos estudiado ciencias sociales o artes estábamos condenados a trabajar como obreros o en el campo. Yo fui enviado a trabajar en una granja de Thüringen. Ahí pasé el resto de mi vida en Alemania oriental, tuve oportunidades para regresar a Berlín pero no podía disociar en mi mente la ciudad del doloroso recuerdo de Greta. La vida en el campo y el arduo trabajo mantenían mi mente tranquila la mayor parte del día, pero en las noches, en la oscuridad de mi alcoba venía a mí el recuerdo de Greta, era un especie de herida imposible de cicatrizar. El primer par de años hice esfuerzos por tratar de averiguar su paradero, saber por lo menos si había sido encarcelada y si no entonces sabría que logró escapar. Pero tras el fracaso de mis indagaciones me había decidido a hacer una vida tranquila y solitaria en Thüringen, tratando de dejar el pasado atrás. A pesar de mis esfuerzos por olvidar el pasado, viví recriminándome mi propia cobardía, haber abandonado a Greta, sentí que aún haber sido descubiertos y apresados juntos habría sido mejor que vivir con la constante duda y su doloroso recuerdo. Quizá había logrado escapar, quizá lo hubiéramos logrado juntos. En esos primeros días tanta gente logró escapar, quizá Greta también lo había logrado. Hubieron incluso escapes famosos en esos primero días como el de Conrad Schumann, un vopo, un policía de la Volkspolizei, que logró escapar saltando el alambre de púas que él mismo estaba resguardando ese día, tras escuchar durante un par de horas los gritos de los jóvenes del occidente invitándolo a cruzar simplemente se armó de valor, tomó vuelo y dio un salto hacia su libertad. También hubo saltos fallidos como el de Ida Siekmann, cuyo departamento quedaba justamente en la frontera con el lado occidente y ese día en que los vopos llegaron para desalojar a los habitantes pues se demolería el edificio para evitar escapes, Ida, al igual que otros, saltó desde su ventana en el cuarto piso para caer en una lona que los bomberos del occidente habían colocado, pero cayó en el pavimento y falleció camino al hospital. A mí me gustaba imaginar que Greta había logrado llegar al otro lado del río, ese pensamiento me ayudaba. Sin embargo la posibilidad contraria era una sombra debajo de la cual vivía constantemente. En general mi vida había sido tranquila en el campo, sólo en una ocasión, a mediados de los sesentas, unos hombres de la Stasi tocaron a mi puerta y me llevaron. Me interrogaron durante un par de días, supe que en esa ocasión interrogaron también a la gente que me conocía, vecinos, otros trabajadores de la granja. No tuve idea de a qué se debió el interrogatorio, supuse que como rutina visitaban de forma aleatoria a quienes habían sido sospechosos e interrogados en el pasado, imaginé que seguiría siendo blanco de sospechas toda mi vida. Después todo regresó a la normalidad, volví a mis angustias y tristezas normales.
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Por fin el muro calló en el 89, yo tenía en ese entonces cuarenta y ocho años. Lo primero que hice fue visitar Notaufnahmelager Marienfelde, el centro de tránsito para refugiados que recibía a los berlineses del oriente cuando lograban escapar hacia el occidente. Si Greta había logrado escapar tendría que haber ingresado al centro y habría algún registro de ella. Por fin conseguí la información que había estado esperando todos esos años, Greta efectivamente había estado ahí en agosto del 61, había logrado escapar. La Stasi había inventado la mentira de que la capturaron y había dado mi nombre sólo para sacarme información, en realidad nunca la capturaron, logró escapar aquella noche atravesando el río sola. Una inmensa alegría me inundó, recuerdo que lloré, lloré mucho, se me había quitado un inmenso peso de encima, lloré tanto que la mujer que me consiguió el archivo en el centro de refugiados también lloró. El llanto, primero de alegría, se convirtió en un llanto de profunda tristeza. Si esa noche hubiera ido con ella hubiéramos escapado juntos, tiré mi vida a la basura deliberadamente, pero el mayor sufrimiento era pensar en que había roto el corazón de Greta.
Los refugiados que llegaban al centro de tránsito, al recibir su permiso de residencia, eran normalmente mandados por los corredores aéreos a otros lugares de Alemania occidental, no era común que permanecieran en Berlín. Seguí la pista de Greta durante unos meses hasta la ciudad de Bonn, que había sido hasta entonces la capital de Alemania occidental. La dirección que había conseguido de su departamento era la única pista que me quedaba. Como lo había temido ella ya no vivía ahí, pero investigando con los vecinos di con una anciana que vivía en el mismo piso y que había conocido a Greta, me brindó toda la información que tenía. Greta y su esposo, un funcionario del gobierno, habían vivido en ese departamento por unos tres años, lo dejaron para irse de la ciudad, no recordaba a dónde o por qué, pero lo que sí recordaba es que el esposo de Greta se llamaba Dieter Schwerdtfeger y era un funcionario del gobierno. No fue fácil rastrear el paradero de Dieter pero tras unas semanas de búsqueda descubrí que había dejado de trabajar en el gobierno para trabajar en el partido gobernante de Berlín, donde residía actualmente, die Sozialdemokratische Partei Deutschlands. Tras un par de semanas más de investigación por fin conseguí su dirección en Berlín.
Dieter era un hombre afable, cuando me presenté con él se sorprendió bastante y me dio un abrazo, parecía emocionado por conocerme. En la sala de su pequeño departamento me invitó a tomar asiento y me ofreció un té. Inmediatamente me di cuenta de que vivía solo, sin embargo conservé la esperanza de que hablando con él podría dar con el paradero de Greta. Hablamos un poco sobre nuestras “historias de guerra”, todos en Berlín tenían al menos una, todos habían vivido en ese tiempo alguna tragedia personal, habían tenido un desagradable encuentro con la Stasi, participado de algún acto heroico, perdido el contacto con algún ser querido o por lo menos había conocido a alguien con alguna historia de escape extraordinaria y de trágica captura. Yo le conté mis propias experiencias en el oriente con la Stasi y conforme más le describía lo que había pasado conmigo y la historia del escape que planeó Greta más incómodo se ponía Dieter, parecía angustiado. Al fin decidió contarme con gran lujo de detalles la otra mitad de la historia, el pedazo que aún me faltaba. Efectivamente él y Greta se habían casado pero nunca habían sido verdaderamente esposos, su matrimonio era una fachada, Dieter era homosexual. El arreglo funcionó bien para ambos, él necesitaba una bella esposa para presentar a sus superiores y compañeros, que lo ayudara a cubrir las apariencias y subir en la escalera política; Greta necesitaba alguien con una posición adecuada para encontrar la manera de rescatarme de Berlín oriental. Dieter me contó que lo único que mantenía a Greta viva era el deseo de rescatarme de alguna manera. Hizo numerosos intentos por investigar mi paradero sin éxito. A pesar de los contactos que Dieter tenía en el gobierno e incluso un contacto que hizo con los americanos, no sabían a dónde había sido enviado, se enteraron de que había sido interrogado por la Stasi y había dejado Berlín pero no sabían hacia donde había sido enviado. Desconociendo mi paradero, el prospecto de rescatarme por los canales oficiales se había vuelto imposible, incluso la oportunidad de brindarme papeles falsos que hubiera sido más fácil los primeros años se desperdició. Fue entonces cuando, por insistencia de Greta se mudaron a Berlín occidental para tener mayores posibilidades de dar conmigo y planear un escape.
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Durante el tiempo que existió el muro de Berlín se formaron diversos grupos de personas dedicadas a llevar a cabo escapes, al principio fueron estudiantes de mi antigua universidad los que, quizá por el valor e ingenuidad de la juventud, empezaron a rescatar a estudiantes que como yo habían quedado atrapados en el lado oriental. Quizá, si hubiera permanecido en Berlín podría haber sido contactado y rescatado por ellos. Con el tiempo diferentes personas, incluso funcionarios del gobierno, se involucraron secretamente con estos grupos. Muchos de los involucrados, los más grandes, fueron personas que en la Segunda Guerra ocultaron o ayudaron a escapar a judíos, así que tenían cierta experiencia. Operaban en secreto ya que la Stasi tenía agentes en el occidente, incluso dentro de los centros de tránsito para refugiados e incluso algunos que lograron infiltrar a los grupos que organizaban escapes. Indagar sobre la planeación de escapes, aún en el occidente, era peligroso; corrían rumores de agentes de la Stasi secuestrando en el occidente en secreto a algunas personas dedicadas a planear escapes y pasándolas al oriente para arrestarlas. Greta, tras unos meses logró contactarse con uno de estos grupos, habiendo ella misma escapado en el 61 se ganó la confianza de ellos y logró importantes avances. Ella por haber escapado era considerada por el régimen comunista como una desertora y no podía cruzar al oriente pero algunos miembros del grupo que tenían pasaporte occidental o extranjero sí podían cruzar y servir como enlace con las personas en el lado oriente. Fue a través de uno de los miembros del grupo, un austriaco llamado Friedrich que Greta logró obtener información sobre mí. Friedrich tenía contacto con un funcionario en el gobierno del oriente llamado Eberhard que aceptaba sobornos a cambio de información e incluso decía poder proporcionar papeles falsos para que gente del occidente pudiera hacerse pasar por ciudadanos del oriente y transitar libremente por el resto de Alemania Oriental. Este contacto era relativamente nuevo pero hasta el momento había soltado alguna información útil. El funcionario Eberhard descubrió que yo vivía en Thüringen y ofreció, por una cantidad nada modesta, conseguirle papeles a Greta para que pudiera transitar en el lado oriente con una identidad falsa y hacer el viaje hacía donde estaba yo. Dieter se ofreció para ir pero Greta no quiso ponerlo en riesgo, dijo que ésta era su misión y sólo ella debía ponerse en riesgo. Por recomendación del grupo que había estado ayudando a Greta no me contactaron, en la experiencia de ellos la mejor forma de extraer a alguien era sin darle demasiada información por anticipado, preferentemente contactando a la persona el día mismo del escape. Con el tiempo habían aprendido los riesgos de contactar a alguien antes, algunas personas le contaban a familiares o amigos que podían denunciarlos con la Stasi. Otros eran vigilados y al despedirse o comportarse en una forma fuera de lo normal levantaban sospechas. Había incluso casos de personas que en vez de escapar terminaban confesando y entregando a quienes los iban a ayudar a escapar. Así que no me contactarían sino hasta el día mismo en que estuviera listo mi escape, sólo faltaba planear cómo pasarme al occidente.
Escapar con papeles falsos se había vuelto prácticamente imposible, durante los primeros meses del muro muchas personas lograron escapar con pasaportes occidentales o extranjeros alterados pero pronto los grepos descubrieron esta técnica y cuando alguien del occidente ingresaba al oriente le daban un pase que tenía que presentar al momento de su salida, este pase invalidó la técnica de los pasaportes. Atravesar el muro era imposible. Primero había un par de rejas con un espacio de unos dos o tres metros entre ellas y después seguía la “tierra de nadie”. La tierra de nadie era un espacio de unos treinta metros que permitía disparar a los escapistas desde las torres de vigilancia, estaba lleno de barreras para impedir el paso de vehículos, los llamados dientes de dragón y los erizos checos, había lámparas, reflectores e incluso minas en algunos puntos. Al final de ese espacio habían zanjas para que se estrellara cualquier vehículo que hubiera logrado pasar todas las barreras anteriores y por fin, después de ese recorrido mortal se encontraba el enorme muro de concreto de casi cuatro metros de alto. El río y los canales eran también imposibles de cruzar. El río Spree, por donde Greta había escapado, el Teltowkanal, el Havelkanal, estaban fuertemente vigilados, muchas personas habían muerto al tratar de escapar por ahí, algunos ahogados o víctimas de la hipotermia pero la mayoría alcanzados por los disparos de los grepos, incluso en ocasiones cuando ya habían logrado llegar al lado occidental. Otro método que se habían vuelto prácticamente imposible eran las alcantarillas, ya que el sistema de drenajes había sido sellado con fuertes barreras en el lado oriente. Igualmente los túneles eran un método de escape muy difícil, eran muy costos, requerían de demasiada mano de obra y se corrían enormes riesgos con los derrumbes e inundaciones; incluso varios ya habían sido descubiertos en el lado oriente en Bernauer Straße y los vopos hacían patrullajes constantes en las cercanías del muro donde se sospechaba que podrían salir túneles en edificios abandonados, también colocaban micrófonos en los sótanos para detectar actividad. El último túnel que se había logrado usar con éxito fue uno que corría desde el sótano de un edificio en el occidente hasta un cementerio en el lado oriente, la entrada era una tumba y más de treinta personas lograron escapar por ahí con éxito hasta que algún traidor le avisó a la Stasi y arrestaron a dos mujeres justo cuando entraban en la tumba. Conforme habían pasado los años el juego del gato y el ratón entre la Stasi y los organizadores de escapes se había vuelto más sofisticado y complicado. Existía sin embargo una nueva ruta que el grupo había descubierto recientemente y probado sólo en una ocasión, había sido mantenida en secreto ya que, tras lo ocurrido con el túnel del cementerio, las sospechas de que un traidor le brindaba información a la Stasi se habían vuelto mayores. Greta y Dieter, que además de tratar de planear mi escape habían ofrecido varios servicios al grupo gracias a los contactos de Dieter en el gobierno, se habían ganado el aprecio y la confianza de los líderes y fue por esta razón que decidieron contarles de esta nueva ruta y hacer de mi escape el segundo en llevarse a cabo por la misma. En una excursión por el sistema de alcantarillado de Reinickendorf, en el sector francés de Berlín occidental, habían encontrado un laberinto de cañerías que, en partes atravesando estrechos huecos donde apenas cabía una persona, en partes buceando y en otras librando obstáculos como cascadas y fosos para capturar basura, conectaba con un sistema de desagüe para tormentas del lado oriente en el suburbio de Pankow saliendo por una boca de tormenta que estaba relativamente fuera de vista. Dieter relataba todo de tal manera que sentí que el rescate había sido también una parte importante de su vida, y me confirmó que su enorme amistad con Greta lo había hecho ilusionarse y colaborar cada vez más con la planeación de mi escape. El plan para cruzarme a Berlín occidental estaba por fin convenido. Los dos miembros del grupo que habían colaborado en el reciente escape por la nueva ruta, guiarían a Greta por los drenajes hasta el lado oriente y una vez ahí uno de ellos la llevaría hasta la casa segura de una mujer llamada Gertrud que había ayudado al grupo en varias ocasiones ya que su sobrino había sido una de las historias exitosas de escape con ellos. Greta recibiría ropa y pasaría la noche ahí para contactarse al día siguiente con el funcionario Eberhard y recibir los papeles falsos que le garantizarían libre tránsito para viajar a Thüringen, ahí me contactaría y ese mismo día deberíamos regresar a Berlín para ocultarnos unas horas en la casa de Gertrud y al anochecer escapar a través de la boca de tormenta donde nos estarían esperando los dos mismos miembros del grupo para guiarnos de regreso. Cada parte del plan era arriesgada, las posibilidades de éxito eran pocas y todavía había que contar con que Greta pudiera hacer contacto conmigo y yo aceptara irme con ella en ese momento. De todos modos Greta y Dieter tenían la esperanza de que todo saldría bien.
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A pesar de la buena planeación del escape el plan fracasó y terminó en una desgracia, ni Dieter, ni Greta ni el grupo calcularon jamás la posibilidad de que el funcionario Eberhard los traicionara. Cuando Greta se encontró con él para recibir los documentos falsos la Stasi ya la estaba esperando, unas horas después arrestaron también a Gertrud. No era claro si la traición había sido sólo de Eberhard o también de alguien dentro del grupo, todos asumieron que el arresto de Gertrud era consecuencia de que Greta había confesado pero Dieter estaba convencido de que eso no era posible, conociendo a Greta sabía que era imposible que ella hubiera traicionado a aquella mujer. De todas maneras, sin importar quién traicionó a quién lo peor había ocurrido, Greta era el peor tipo de criminal para el régimen, era una desertora que además había cruzado ilegalmente hacia el lado oriente, colaboraba con un grupo de personas dedicadas a planear escapes y además estaba llevando a cabo en ese momento un plan para sacar a alguien. El tiempo en el que la arrestaron coincidía con aquella ocasión en que estuve un par de días bajo interrogación por la Stasi a mediados de los sesentas, nunca hubiera imaginado que ese fue el motivo. Seguramente me interrogaron para descubrir si mi intención era escapar, Greta debió decirles que yo ni siquiera estaba enterado del plan, lo cuál era posible ya que el mismo Eberhard constataría que fue él quien indicó mi paradero y que sin papeles Greta no habría podido viajar para contactarme. Sin embargo podría quedar la sospecha de que pude haber sido contactado a través de un tercero pero tras los dos días de interrogatorio debieron comprender que de verdad yo no sabía de la existencia de un plan para mi escape. Greta, tras un par de meses en Hohenschönhausen, el mismo centro de interrogación en Berlín donde yo había sido interrogado en el 61, fue sentenciada y enviada a la prisión de Bautzen, una prisión de la Stasi reservada para espías y disidentes. Murió dos años después, los registros son escasos e incompletos pero se sospecha que murió de disentería por las malas condiciones de higiene en que probablemente la mantenían. Dieter quedó devastado tras perder a su amiga. Después de lo ocurrido dejó de colaborar con el grupo ya que se había desbandado y entre los pocos colaboradores que quedaban unidos había una creciente sospecha de traición y espionaje que había vuelto la planeación de escapes casi imposible, según Dieter posiblemente hasta de él sospechaban. Resignado regresó a su vida normal y durante los siguientes años vio con esperanza como los cambios políticos del bloque soviético daban paso cada vez más a la posibilidad de una Alemania unificada y la posible caída del muro.
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Ahora tengo que vivir sabiendo que Greta siempre luchó por rescatarme a pesar de que la abandoné esa noche, a pesar de que destruí nuestros sueños, nuestra oportunidad de una vida juntos. Vivo en una mezcla de culpa, nostalgia, agradecimiento, tristeza y recriminación. A veces no puedo dormir pensando en todo. A veces, si es que logro dormir, despierto con fuertes ataques de ansiedad, una desesperación me consume, la inevitabilidad que se siente ante un futuro terrible por no poder cambiar el pasado, rechino los dientes, grito, aprieto los puños. A veces simplemente en silencio suspiro y lloro, no puedo creer que dejé ir la oportunidad de irme con Greta aquella noche, no puedo creer que la perdí, a ella, a mi libertad, a nuestra soñada vida juntos. Por cobarde.