Esto pasó en el noventa y cinco, tenía entonces diecisiete años. Era la tarde de un viernes cualquiera y era también Halloween, justo por eso me llamó Felipe, para invitarme a una fiesta de disfraces esa noche. Nada más característico de la clase media chilanga que aspira a clase alta que celebrar una festividad gringa que poco tenía que ver en ese entonces con nuestras costumbres. La fiesta era de un cuate que conocía Felipe en las clases de inglés a las que iba todos los días por las tardes, justo acababa de salir de su clase y me llamó de un teléfono público. Fue después de aceptar la invitación y colgar que se me ocurrió pensar que no tenía disfraz. ¿Qué se iría a poner Felipe? No había forma de llamarle, hasta dentro de una media hora que llegara a su casa. En ese entonces no había tiendas de disfraces que yo supiera, y mucho menos dinero para gastar en eso. Me puse a pensar, me pasó por la mente la idea de comprar unas vendas en la farmacia y disfrazarme de momia, pero nuevamente surgió el tema del dinero. Además no me pensaba ir caminando por la calle disfrazado como idiota, de nuevo, en ese tiempo nadie festejaba Halloween. Hurgando en las maletas que mi mamá tenía guardadas en el cuarto de servicio encontré ropa, seguramente perteneciente a mi difunto abuelo y logré ingeniar un disfraz conformado por un pantalón de vestir, una camisa blanca, tirantes, corbata, saco y una boina, con zapatos negros, esos míos. Según yo ese disfraz aparentaba que iba vestido como en los años treintas o cuarentas –por los tirantes y la boina–, al menos eso me traté de justificar con mucho esfuerzo. Me invadió el miedo al ridículo, Felipe ya debía haber llegado a su casa, le llamé para que me dijera que se iba a poner él. Marqué, el teléfono sonó por unos segundos y me contestó su hermana, Felipe no estaba pero me dejó dicho que nos veíamos afuera de la casa de la fiesta a las ocho. ¿Dónde estaba? pregunté, que salió a ayudarle a su papá con unas cosas me contestó la Felipilla. A lo hecho pecho, ya había quedado de ir, me tendría que ir con el disfraz improvisado.

Salí de mi casa como a las siete, tiempo suficiente para irme caminando con calma de la colonia Narvarte, donde vivía, a la Condesa, donde sería la fiesta. Había llovido un rato durante la tarde y la ciudad estaba mojada, me encantaba sentir el aire fresco y la humedad en el ambiente, todo adquiría un mejor aspecto mojado. Para mí, la verdadera Ciudad de México, ha sido siempre una ciudad nublada y lluviosa. La Ciudad de México soleada es una impostora, es la ciudad disfrazada de provincia. De camino pasé por una licorería, compré una botellita de Bacardi blanco tamaño anforita, una cajetilla de Alitas papel arroz y una tarjeta de teléfono. Seguí ganando terreno, dando sorbos de vez en cuando al Bacardi. Abrí la cajetilla y la acerqué a mi nariz para oler el tabaco, prendí un Alita, tomándolo con la unión del dedo índice y medio, pegado a los nudillos, costumbre tomada creo yo del galán de alguna película italiana que había visto. El humo de cigarro que exhalaba se veía más denso por la frescura de la calle. Me puse los audífonos de almohadillas anaranjadas y prendí mi Walkman, traía un cassette de Aleks Syntek y la Gente Normal. En la bolsa del saco traía un cassette de Carlos Santana, herencia musical adquirida de mi padre. Se me hizo temprano y me quedé parado en una esquina un par de calles antes de la casa de la fiesta, esperando que dieran las cinco para las ocho ya que estimé que así llegaría justo a tiempo a la cita. …soy yo, más fuerte de lo que pensaba…

La casa de la dirección que me había pasado Felipe era una casa grande y vieja, parecía haber sido una elegante mansión en sus mejores días, pero el paso del tiempo se hacía evidente, había caído un poco en descuido pero seguía siendo bonita. Más grande que las casas de cualquiera de mis amigos, mucho más grande que el departamento donde vivía yo. Felipe llegó tarde como de costumbre, a las ocho y cuarenta. Timbramos en la reja exterior y después de un par de minutos salió a recibirnos Miguel, el amigo de Felipe que era el anfitrión de la fiesta, un muchacho alto, blanco, de cabello oscuro y ojos azules, delgado y disfrazado como de los años cincuentas, como salido de la película Vaselina. Al menos yo no era el único que se había disfrazado de una década. Desde el primer momento me cayó bien, hay gente así que es muy simpática, amable, te tratan como si te conocieran de toda la vida, te hacen sentir en confianza luego luego. Elogié la casa, cosa que yo suponía era lo adecuado al visitar la casa de alguien más, pero fuera de las convenciones sociales la casa era en efecto muy bonita y muy grande, sólo un poco maltratada por los años. Miguel agradeció el gesto y nos contó que esa casa era de su familia desde sus tatarabuelos, que había sido una de las primeras casas en construirse en esos terrenos que en otros tiempos habían sido parte de la hacienda de una condesa española, lo cual daba nombre a la colonia. Miguel tenía gran conocimiento de su árbol genealógico, porque nos narró un poco sobre la historia de sus tatarabuelos franceses de apellido Pilloud, que recién casados habían migrado a México a principios del siglo y construido la casa. A mí todo esto me parecía impresionante, de pronto me sentía codeándome con la aristocracia europea, si hubiera tenido una copa de vino en la mano la hubiera agitado y hubiera fingido degustarla, desde luego levantando el dedo chiquito para demostrar alcurnia. Pero no, tenía mi anforita de Bacardi. Miguel al verme sorber un trago nos indicó que en la cocina había más botellas y refrescos, todos estaban en el jardín, nos dijo que nos sirviéramos algo y saliéramos, el tenía que seguir de anfitrión. El interior de la casa estaba en penumbras excepto por la cocina, Felipe y yo nos servimos sendos vasos desechables de tequila con coca y salimos al jardín. La mitad de los invitados estaban disfrazados y la mitad no. Me sentí estúpido con mi disfraz improvisado. Felipe por cierto no se había disfrazado, así que ambos, uno disfrazado y el otro no, éramos una muestra perfecta del universo de personas que llenaban el jardín, una treintena, platicando en bolitas, todos con un vaso desechable en la mano, pisando el pasto aún húmedo por la lluvia de la tarde. De los que decidieron, o digamos, se atrevieron a disfrazarse había por ahí un vaquero, qué más parecía un ranchero norteño, un astronauta con un casco confeccionado con una caja de cartón, un Dracula –clásico–, una monja con hábito elaborado con telas blancas y negras y no podía faltar un ¿Frankenstein o zombie o monstruo de la laguna verde? que era simplemente un chavo que se pintó la cara de verde. ¿Hulk a lo mejor? ¿Yoda? Nos encontramos a una muchacha que también iba a las clases de inglés de Felipe y por quien él tenía un especie de enamoramiento, platicamos un rato con ella. Tonterías, ¿de qué más puede hablar uno a esa edad? Hablamos de música, de películas, Felipe y ella se burlaron de la ropa que usaba su maestra de inglés. De pronto me sentí medio excluido, entendí que estaba de mal tercio y me excusé para ir al baño. Pregunté por el baño a alguien, me dio instrucciones para llegar al baño de visitas cerca de la cocina y entré a la casa. El baño estaba ocupado y yo había sido maldecido con una vejiga pequeña, una maldición de la familia, me había dicho en una ocasión mi padre. Atravesé la sala, el comedor, otra sala, un pasillo; de seguro que en esta casona debería haber otro baño. Aquí adentro se estaba bien, el ambiente era más cálido, la penumbra era acogedora y la música se escuchaba a lo lejos, apagada por los ventanales y las paredes que daban al jardín.

Fracasé en mi búsqueda de otro baño pero encontré algo mejor, una muchacha, ¡y que muchacha! Era una visión, así lo recuerdo. Cara de muñeca, muy blanca y de cabellos oscuros, ojos azules, encarnados labios rojos. Me sonrío mostrando sus grandes dientes. Volteé para atrás sólo para asegurarme de que me sonreía a mí, pero no había nadie más, estábamos solos, era como si fuéramos los únicos dentro de la casa, para mí el resto del mundo había dejado de existir. Me acerqué con el pretexto –y la necesidad real– de preguntarle por un baño, pero apenas hube dado un paso en su dirección me dijo “hasta que veo a alguien vestido decentemente en esta fiesta”. Es cierto, pensé, ella también está disfrazada como de los treintas o cuarentas. Llevaba un vestido a media pierna de lentejuelas negras, con espalda baja y escotado, un tocado con velo, guantes de seda, un collar de perlas y zapatos de tacón medio. Ese disfraz le quedaba excelente, hasta el corte de cabello, parecía salida de una película de aquella época. Yo, torpe, le pregunté por el baño. Ella, sin decir palabra, me tomó de la mano y me condujo hacia el segundo piso por una escalera. No deberíamos subir, le dije, no hay problema me contestó. Me indicó la puerta de un baño y entré. No podía creer mi suerte. Era, pensé, la muchacha más bella que había visto en mi vida, y nuestros disfraces hacían juego. Tras aliviarme me vi en el espejo, me sentía embriagado, pero de alguna forma hiperconsciente. Vi fijamente mis ojos en el reflejo y me dije, ésta es la niña más bella que has visto jamás y tienes que hacerla tu novia. Galán. Me di ánimo y salí al pasillo, no había nadie. ¿Por qué tenía siempre tan mala suerte?

Regresé un rato con Felipe y su amiga pero inmediatamente me di cuenta de que salía sobrando. Platiqué un rato con Miguel, a pesar de que acababa de conocerlo nos llevamos muy bien, acordamos que pronto iríamos a ver una película al cine, me caía bien y me sentí contento de haber ido a su fiesta. Eventualmente la naturaleza me volvió a llamar, ahora sí encontré desocupado el baño de visitas que se suponía que debíamos usar. Me sentía más embriagado, me volví a mirar fijamente a los ojos en el espejo. Aunque la última hora había buscado por todos lados con la mirada a la muchacha de ojos azules ya no la había visto, seguramente ya se había ido. Nuevamente dándome ánimos abrí la puerta para salir del baño y ahí estaba ella.

Quizá por mi estado de embriaguez, quizá por que ella me tenía estupidizado, no supe como terminamos sentados en uno de los grandes sillones de una de las salas. Platicamos largo rato, se sintió como si fueran horas. En penumbras porque tanto la luz de esa sala como de la mayoría del interior de la casa seguían apagadas, nos entraba sólo la luz de los ventanales que daban al jardín a lo lejos. Mis ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, no se despegaban de los profundos ojos azules de ella, me dijo que se llamaba Juliette. Pero qué nombre más romántico. Hablamos de mil cosas, para mi sorpresa no conocía a Pablo Neruda ni a Jim Morrison. Con cualquier otra persona me hubiera indignado pero a ella se lo podría perdonar todo. Sin saber como, terminamos tomados de la mano, ella se había quitado el guante, estaba fría y yo traté de darle calor con mis dos manos, tomando su pequeña mano blanca, perfecta y delicada entre las mías. Yo estaba en éxtasis. Me preguntó cuantos años tenía. Diecinueve –mentí–, ¿y tú? Yo veinte, me contestó. Nos quedamos unos segundos en silencio, solo viéndonos fijamente, las miradas se fundieron y las siguieron los labios. Que forma de besarnos, pudieron haber sido veinte minutos o veinte horas. Con la edad se le va olvidando a uno lo apasionado que puede ser un beso juvenil, lo inexorablemente íntimo, lo inefablemente profundo. La desesperación con la que dos muchachitos de esas edades se succionan, se dejan hasta sin aliento, como si quisieran consumir al otro, explorar con la lengua cada diente y cada encía de esa persona que en ese momento contiene en sí todo el universo. Y así, absorto en la inmensidad de un beso que parecía no tener fin, pensaba en todo tipo de cosas. Primero, que ya por fin tendría una novia, algo que había añorado durante toda la extensión de mi corta vida. ¡Y qué novia! Segundo, que ahora tenía un grave problema entre manos, en algún momento tendría que confesarle a esta veinteañera que yo tenía tan sólo diecisiete. Me faltaban aún unos seis meses para los dieciocho, si tan sólo pudiera mantener la mentira lo suficiente para cruzar esa barrera insondable. De eso abría que preocuparse después, ahora era momento de disfrutar de este intenso amor tan recientemente descubierto, hace apenas un par de horas, pero que había existido desde siempre y por toda la eternidad, esperándome aquí esta noche. Cuando la palma de mi mano derecha se posó suavemente sobre su pecho izquierdo, como por voluntad propia, como poseída, ella no se inmutó. Ahora estaba nervioso, yo era apenas un chamaco, ajeno a los quereres de las mujeres, muy inocente aún en muchos sentidos. Pero de alguna forma el instinto animal se apodera de uno, así lo descubrí cuando me sorprendí a mí mismo tratando de deslizar la mano por debajo de su falda y entre sus piernas. Ella respondió cerrándolas inmediatamente, atrapando mi antebrazo con sus rodillas, con una velocidad y fuerza tremendas, comparables quizá a las de una trampa de osos. Reflejo milenario de la mujer, supuse. Avergonzado me pregunté a mí mismo, ¿mí mismo, qué estás haciendo? Retire sutilmente la mano como si solo se hubiera tratado de un accidente y acaricié su mejilla. El beso seguía sin terminarse, seguía siendo infinito. De pronto un impulso eléctrico cruzó por mi cerebro, quizá de alguna forma extraña estuve consciente del disparo de alguna neurona, se trataba de un pensamiento. Todo parecía encajar, la blanca piel de porcelana, los cabellos oscuros, los profundos ojos azules. ¿No sería esta la hermana de Miguel? No era nada descabellado, la encontré dentro de la casa, me condujo al baño de arriba, vamos, no sabía si Miguel tenía una hermana pero quién más podría ser. ¿Tienes hermanos le pregunté? Sólo una hermana mayor, pero está pasando una temporada en París, me contestó. Vaya, en París, pero que sofisticación, me sentí de nuevo en un salón de Versalles, ¿a qué mundo de privilegios y opulencia había llegado tan de pronto? Tras el breve respiro propiciado por mi cuestionamiento nos sumergimos nuevamente en un beso, en un mar profundo y cálido, ese mar oscuro habitado por bestias inenarrables, ese mar más viejo que el tiempo. Nada podía ser más perfecto. Y nuevamente la maldición familiar, nuevamente la vejiga microscópica me traicionó, tenía que ir al baño. Lo aplacé con todas las fuerzas de mi ser pero había llegado al límite. Espérame un momento, voy al baño rápido, no te muevas de aquí. Hasta yo fui consciente de la desesperación en mi súplica. Ella prometió que me esperaría, no se iría a ningún lado, no movería un pelo, me pidió que me diera prisa. Me apresuré al baño, cerré la puerta, hice lo propio, me miré en el espejo y me pregunté cómo había logrado esta conquista. Eres un campeón, le susurré al reflejo en el espejo. Abrí la puerta del baño, apagué la luz, regresé a la sala. Ella no estaba ahí.

Estimo que estuve una media hora recorriendo cada rincón de la planta baja y el jardín, revisando en el baño, en la cocina, tratando de encontrarla. Felipe estaba en un rincón del jardín beso y beso con su amiga del inglés, no podría ayudarme, no podía ni siquiera acercarme a contarle mi fortuna y mi desgracia. ¿Dónde estaba ella? ¿Se habría marchado? ¿Pero cómo así? No podía creerlo. ¿Pero quién te crees mujer?, para tomar mi corazón entre tus manos y despedazarlo. Después de una tercera vuelta por el jardín, paseando entre los pocos invitados que aún quedaban se me acercó Miguel. Me preguntó qué pasaba, dijo que me había visto los últimos minutos buscar a alguien. Le conté todo. Bueno, casi todo, desde luego omití algunos detalles por discreción y porque no es educado que alguien ande paseándose por una casa ajena, enamorándose en los sillones de una sala oscura. Sentía de todos modos cierta confianza con Miguel y supuse que él, siendo el anfitrión, sabría de quién se trataba. Me dijo que no sabía de quien le hablaba y que no había visto a nadie así, que él había recibido personalmente a todos los invitados y no vio a ninguna muchacha blanca de ojos azules, tan bella como la describía yo. Me vio totalmente apachurrado. Ven, te invito un coñac, pero del bueno, vamos al estudio de mi papá. Atravesamos una de las salas y a través de dos grandes puertas corredizas de madera pasamos a una amplia habitación llena de libros, retratos y artefactos. Mi papá se las da de intelectual, me dijo Miguel, es abogado pero se cree filósofo. En la esquina había un carrito con botellas y vasos, Miguel comenzó a verter en dos copas coñaqueras el contenido de una licorera. Voy a investigar entre mis amigos, tú no te preocupes, seguramente tu futura novia llegó tarde, sin que la recibiera yo, invitada por alguien más, vas a ver que vamos a dar con ella, te lo prometo. Me reconfortaban esas palabras de Miguel, caray, de veras parecía que fuera un viejo y cercano amigo. Yo estaba inspeccionando una mesa llena de fotografías viejas, en portarretratos de distintos materiales y diseños que se veían antiquísimos. De pronto sentí un vuelco del corazón, un especie de impresión. Ahí estaba, era ella, en una arrugada fotografía color sepia, con un vestido veraniego de lunares y una diadema. Sentí que me engañaba la vista. Miguel llegaba a mi lado ofreciéndome una de las copas. ¿Quién es ella? le pregunté. Ah, es mi bisabuela, se llamaba Juliette Pilloud y de hecho vivió en esta casa. Con una sonrisa burlona me dijo, aguas porque las sirvientas dicen que a veces se aparece.