Mi nombre es Sayid al-Latīf al-Bāgdadī, soy médico de profesión pero soy más un científico en general. Durante lo largo de toda mi vida me he dedicado casi de forma exclusiva a la adquisición de conocimiento, mi profesión me ha permitido el acceso a numerosas bibliotecas de califas, sabios, gobernadores y templos, me ha permitido hacer viajes por todas las regiones donde existe conocimiento científico y conocer a todo tipo de gente con gran variedad de creencias y costumbres. Todas mis acciones, todas mis formas de proceder tienen siempre como propósito la adquisición de nuevo conocimiento, nunca he tenido familia, no he desperdiciado el tiempo haciendo amigos, he dedicado todo mi esfuerzo a la sabiduría. Tengo instrucción en teología y en el Corán, en gramática, en las técnicas de la administración, en la poesía, la filosofía y la lógica, en la medicina, en las ciencias matemáticas de la aritmética, la geometría, la astronomía y la música, en la mecánica, en agrimensura, agricultura, botánica y zoología, en etnología, historia y jurisprudencia, en la alquimia, la geomancia, ‛ilm al-raml y otras las ciencias ocultas. Conozco de memoria los textos médicos de Hipócrates y Galeno, he estudiado a los autores más destacados como Demócrito, Aristóteles, Teofrasto, Anatolio, Aristóbulo, Filón el Judío, Pitágoras, Virgilio, Euclides, Varrón y Columela e infinidad de otros científicos y filósofos de todas partes de la vasta tierra, en todos los idiomas usados para la ciencia. Además del árabe domino el latín, el griego, el sánscrito, el siriaco, el armenio y el copto. He visitado un gran número de bibliotecas, estudiado toda clase de libros, sostenido en mis manos antiguos papiros egipcios a punto de convertirse en polvo, consultado pergaminos enmohecidos y roídos por los insectos, estudiado sendos volúmenes pertenecientes a reyes, cuya encuadernación estaba incrustada con pedrería o chapeada en plata, leído libros grandes y chicos, antiguos y modernos, ricos y pobres, libros enclaustrados con sumo cuidado y devoción en las cámaras luminosas y limpias de templos y palacios, así como libros prohibidos, incomprendidos, intraducibles u olvidados en sucios rincones, lejos de la luz y del aire fresco. He sostenido extensas conversaciones con sabios, científicos y eruditos, realizado consultas con astrólogos, magos, oráculos y alquimistas en todos los rincones del mundo. Todas mis indagaciones, todos mis estudios han tenido como objetivo encontrar una sola respuesta, la respuesta a una sola cosa que me obsesionó desde joven, una obsesión que aún en mi vejez me siguió dando fuerza para seguir adelante, la búsqueda de la inmortalidad, ¿cuál es la manera de hacerse inmortal?

A lo largo de mis años y mis viajes he encontrado un sin número de leyendas, cuentos y mitos, de ritos y pociones, de métodos y técnicas para adquirir la ansiada inmortalidad. La incubación de demonios, la práctica de sacrificios humanos, formulas de alquimia imposible, la búsqueda de piedras inexistentes que hay que extraer de las cavernas más profundas para confeccionar talismanes o de plantas que nadie ha visto jamás y que hay que usar para preparar un brebaje, la cacería de bestias mitológicas, la alineación precisa de los astros para invocar dioses olvidados. Nada de esto funciona, nada sirve, nadie ha logrado aún la inmortalidad, excepto quizá por los hombres de la Ciudad de lo Inmortales. En todas las culturas, en documentos de todas las épocas he logrado encontrar a través de tantos años las pistas que apuntan siempre a la existencia de una antigua ciudad de piedra habitada por hombres inmortales, una ciudad descrita por los pocos ojos que la han visto como inmensa, toda de piedra, oscura y fría, un laberinto de ciudad donde los hombres se enclaustraban y eran capaces de adquirir la inmortalidad. En ningún texto ni en ninguna leyenda contada por un anciano he encontrado una referencia exacta a cómo lograban la inmortalidad, qué clase de culto o rigurosa disciplina les permitía conseguirla, pero la primer clave debía estar en encontrar su ciudad y es lo que a través de muchos años me propuse a lograr. Algunos sitúan la ciudad en las cercanías de Persia, otros en Egipto, cerca de Caldea dicen varios. Yo, después de tantos años de seguir las pistas, de tantos estudios y entrevistas, de tanto vagar por el mundo en busca de información, por fin logré contar con suficiente evidencia para tener una aproximación de su ubicación. Gracias a descripciones encontradas en los más perdidos escritos, a la posición de las constelaciones que refieren los escritores, a las distancias y triangulaciones en que coinciden algunos, con la ayuda del astrolabio, las esferas solares, de un mecanismo de navegación y diversos instrumentos; logré establecer la ubicación aproximada de la Ciudad de los Inmortales. Hacia allá me dirigí cargando sólo mi bastón, las ropas que traía puestas y una bolsa con mis cuadernos y mapas, lo dejé todo atrás, lo abandoné todo para cabalgar por las noches heladas de los desiertos y guarecerme en los días incandescentes, viajando como si fuera un errante, viviendo como un vagabundo, procurándome en el camino recursos realizando traducciones, curando a gente de sus padecimientos a cambio de comida o posada, cada vez acercándome más, confirmando las pistas conforme avanzaba, siguiendo sin cesar a pesar del agotamiento del cuerpo y de la mente, continuando a pesar de la decadencia de mi viejo cuerpo, más cerca cada vez.

El viaje era sólo posible de ida, el regreso era definitivamente imposible. Esto lo comprendí en el punto de no retorno, el punto en medio del inmenso desierto en el que debía decidir si regresar y salvar la vida o continuar hacia lo desconocido, seguir con la seguridad de que me quedaría abandonado en medio del desierto con una ínfima posibilidad de llegar a encontrar la ciudad. Sería imposible contar con agua, comida o las fuerzas necesarias para emprender el viaje de regreso una vez que se han cruzado la inmensidad de montañas y desiertos necesarios para llegar a la ciudad después del punto de no retorno. Contando además que los caballos de los viajantes están destinados a morir en el trayecto, lo cual haría la empresa de retorno aún más lenta y difícil. Mi voluntad era implacable, continué. Días después pensé que había fracasado, pensé que todo estaba perdido, cuando por milagro divisé la muralla de la Ciudad de los Inmortales. Seguramente, pensé, los hombres llegan aquí y se convierten en inmortales que viven en la ciudad o llegan aquí y mueren, no hay forma de que regresen al mundo. Es difícil ver la muralla, hay algo en esas piedras que las vuelve invisibles, su color es el mismo de la arena, sería fácil perderlas en la lejanía, confundirlas entre las dunas, vuelven a la ciudad invisible, ha sido una suerte que lograra verla con mi telescopio. Ya estaba resignado a morir en ese infierno de desierto, hacía casi dos días que se me había terminado la última gota de agua, hacía más días que no probaba bocado, pero había logrado continuar, había logrado seguir caminando, arrastrándome si era necesario porque mi objetivo último era llegar a la ciudad y descubrir su misterio. Mi cuerpo era viejo y débil pero mi voluntad era firme y mi mente aún era ágil como la de un joven, no podía detenerme después de una vida entera de perseguir la respuesta. Tirado ahí sobre la arena, seguro de que había fracasado, hice un último intento por llevarme a la muerte por lo menos una idea de qué tan cerca estaba de encontrar la ciudad. Saqué de mi bolsa el telescopio y me puse a inspeccionar el horizonte en distintas direcciones hasta que por fin pude ver la muralla. Como dije, las piedras con las que está construida la ciudad se confunden con la arena, así que no debería haber podido verla, sin embargo llamó mi atención una mancha en la lejanía que parecía una sombra, la sombra provocada por el ángulo de dos muros invisibles de acuerdo a la posición en ese momento del sol, esa sombra no podía estar proyectada en la nada, pensé, y fue cuando supe que estaba viendo muros sin poderlos ver, intuí que debía tratarse de una construcción hecha con ese mismo tipo de piedra del color de la arena que había visto usar en sus rústicas cuevas a los habitantes de las últimas aldeas que encontré antes de perderme en la inmensidad de aquel desierto. Reuní las escasas fuerzas que quedaban en mi viejo cuerpo y empleé toda la voluntad que me quedaba para ponerme de pie y caminar hasta llegar a la muralla. Puse mi mano en las piedras y sentí su textura, sentí la arena que se incrustaba en las piedras con el viento, sentí la radiación del calor que provocaba el sol de la mañana recién iniciada. Mi breve alegría pronto se volvió horror cuando me percaté de que no había visto ninguna puerta sobre la muralla, me di cuenta con desesperación de que debería continuar caminando a lo largo de la muralla en busca de una entrada, como si no me fuera a esas alturas imposible dar un solo paso más. Con una fatiga que dudo que otros hombres hubieran sido capaces de dominar me propuse a rodear la muralla, a paso lento pero ansioso, con la piel agrietada por la falta de agua y por el sol, así caminé durante largas horas rodeando la enorme ciudad que parecía infinita. Siendo su muralla un círculo perfecto podría haber dado vueltas por toda la eternidad sin saber cuándo regresé al punto de partida, no había alrededor punto de referencia alguno, sólo arena. Fue gracias a la posición del sol que pude guiarme y además tomé la precaución de contar mis pasos, al regresar al punto de partida no había encontrado ninguna puerta pero gracias a que había medido la circunferencia con mis pasos pude calcular la extensión de la ciudad, era enorme, quizá de la mitad de Pasargada. Estimé que en una ciudad de la extensión que había calculado deberían vivir alrededor de unos cinco mil hombres. Alrededor de la muralla no vi puertas ni ventanas, no vi señal alguna de vida, a las afueras de la ciudad no había rebaños ni huertos, sólo inerte arena. ¿Cómo podían vivir en esa reclusión los habitantes de la ciudad? Fatigado me senté a pensar, tostándome bajo el sol del atardecer que estaba cercano a ocultarse, desesperado por una gota de agua. Me encontraba frente a un acertijo, ¿cómo podía penetrarse una muralla sin puertas?, ¿habría acaso acceso a través de un túnel? Largo rato pensé, recordando con precisión todo lo que había visto en la muralla cuando la recorrí. La muralla era exactamente igual en toda su circunferencia excepto en un punto, era un simple muro liso pero en un punto que vi poco antes de llegar al lugar en el que estaba sentado, el mismo donde empecé mi exploración, había una especie de hendidura en el muro, como si fuera una abertura de unos dos codos de ancho por un codo de profundidad. Desde luego cuando encontré la hendidura la inspeccioné para asegurarme de que no se tratara de una puerta y definitivamente una puerta no encontré. Pero ahora que lo recordaba y lo pensaba con más detenimiento se me ocurría cuál era su función. Emprendí la caminata en dirección contraría a la de mi recorrido original para encontrar la hendidura y ciertamente la encontré poco antes de que se ocultara el sol. Al examinarla con detenimiento descubrí que mi teoría debía ser cierta, esta hendidura en la muralla servía como una especie de escalera. Inspeccionando las superficies interiores, las laterales, una era totalmente lisa mientras que la otra presentaba cada dos palmos un pequeño hueco. El primer hueco en el extremo exterior de la hendidura, el segundo dos palmos arriba en el extremo interior, el tercero dos palmos arriba en el extremo exterior y así sucesivamente. Intuí que la técnica para escalar era colocarse dentro de la hendidura con la espalda apoyada en el lado liso y metiendo los pies en los huecos del lado contrario. Las dimensiones parecían darme la razón, los dos codos de ancho de la hendidura eran suficientes para que alguien cupiera con las piernas flexionadas escalando y los dos palmos de distancia hacia arriba entre los huecos eran una medida suficiente para poner un pie tras el otro en cada hueco. Ahora que había descifrado el sistema de entrada oculto en esta irregularidad de la muralla me encontraba ante el horror de la realidad, ¿cómo podrían mis viejos huesos subir esa distancia de unas cuatro brazas hasta la altura de la muralla? Supuse que todo eran pruebas, después de todo la inmortalidad no se le debería conceder a cualquiera, quien la buscara debería ser digno, debería tener la sabiduría suficiente para encontrar la ubicación de la ciudad, tener la fortaleza suficiente para atravesar el desierto, tener la inteligencia suficiente para encontrar la entrada y supongo que tener el vigor suficiente para escalar la muralla. Me senté de frente a la muralla sintiéndome vencido, mi cansancio era tal que el escalar la muralla parecía una empresa imposible. Pero hay algo en el viento frío del desierto que pone a los hombres en un estado de alerta, quizá la proximidad de la muerte, quizá el sufrimiento agónico que es su sonido en la oscuridad, sea lo que fuere ese mismo viento me dio fuerzas, o quizá las fuerzas me las dio el descubrir mi buena fortuna cuando me di cuenta de que la luna llena proyectaba su luminosidad sobre el muro de la hendidura permitiendo la visibilidad suficiente para escalarlo aunque fuera de noche. La única forma de escalar sería abandonar la bolsa con mis cuadernos e instrumentos así como mi bastón, de otra forma el peso me impediría ejecutar la difícil tarea. Deseé con todas mis fuerzas que del otro lado del muro hubiera algo, porque pensé que volver a bajar me sería imposible. Comencé a subir empleando lo que me quedaba de voluntad, quise distraer mi mente y darme ánimos recordando que en mi vida fui un hombre fuerte, recordando los pocos momentos de placer y victoria que había logrado saborear. Recordé así cuando aquel comerciante canalla de Damasco me quiso robar ofreciéndome pergaminos que supuestamente habían estado en la colección de la Biblioteca de Alejandría y que rápidamente descubrí como falsos. Estaban escritos en Boháirico mientras que de haber sido parte de aquella colección con más seguridad hubieran estado escritos en Sahídico. Una buena lección le di al charlatán, recordé sus lamentos mientras lo golpeaba, recordé sus súplicas antes de destrozarle la cabeza con una piedra. También llegó a mi recuerdo esa mujer que me dio posada en su casa a cambio de unas monedas cuando estuve en Cádiz, la ciudad fundada por los fenicios, en busca de una colección de libros que había rastreado hasta ahí. Recordé verla bañarse con un jarrón de agua, su piel oscura brillando mojada bajo el sol, sus senos grandes y bellos, su sexo un abismo. Recordé haber pastoreado ovejas en las montañas cuando era niño, cuando el mundo parecía infinito y misterioso. Recordé memorizar el Corán cuando era joven, al-Qur’ān al-Karīm. Memorizar con disciplina y devoción cada azora, bismi l-lāhi r-rahmāni r-rahīm. Entre la distracción de mis recuerdos y los helados embates del viento llegué a la cima de la muralla. Bajo la mágica luz de la luna llena, que vuelve plateadas de noche las dunas doradas de día, estaba frente a mí la Ciudad de los Inmortales. No había techos, era todo una serie de muros laberínticos de las mismas 4 brazas de altura de la muralla. Los muros se extendían por todos lados en formas caprichosas, haciendo angostos pasillos, no era posible ver espacios abiertos, toda la ciudad parecía ser un laberinto de estrechos espacios entre los altos muros de piedra. Era quizá esa la razón por la que en las pocas descripciones de la ciudad que había escuchado en las leyendas contadas por los ancianos, la ciudad era descrita como fría y oscura, por la posición del sol durante el día y la altura de los muros se debía caminar entre los callejones de la ciudad siempre a la sombra, una sombra fresca desde la que era posible ver el cielo pero jamás el horizonte. Todo eran muros, todo era laberinto, no era posible ver construcciones, casas, edificios, palacios, no había señal de vida, no se oía el murmullo de los habitantes, no había fuego encendido en ningún lugar, no había más que el silencio más ominoso, interrumpido solamente por el soplar del viento. Como lo temía, la técnica para bajar del otro lado del muro era la misma que para subir, había una hendidura igual con huecos en uno de los lados para los pies mientras que la espalda se descansaba en el lado contrario. Supuse que la bajada, aunque fatigante, sería menos difícil que la subida, sin embargo el pavor de una caída era mayor, al subir uno mira hacia el cielo, al bajar uno mira hacia el suelo. Como pude bajé por el muro, de forma lenta y cuidadosa, estaba muy cerca de cumplir mi objetivo como para en ese momento sufrir una caída y partirme la cabeza a la mitad. Una vez que estuve en el suelo comprobé que la oscuridad producida por la altura de los muros era casi total. No me había dado cuenta de que la segunda mitad del camino de descenso la había hecho a tientas, acostumbrado a bajar cada pie y sentir el siguiente hueco para apoyarlo. Al menos de este lado de la muralla el viento no pegaba gracias a la protección de los muros. No tenía una antorcha ni manera de ubicarme en esta oscuridad, no podía ver dónde se encontraba la luna, pero tampoco quería dejar pasar más tiempo para esperar la luz del día, sabía que estaba usando mis últimos alientos, estaba cerca de la muerte y debía encontrar la inmortalidad, ya había llegado hasta aquí. Vagué por largas horas a oscuras, con los brazos extendidos, a tientas, mis ojos que se habían habituado a la oscuridad no distinguían más que sombras sobre sombras, ni una señal de vida, nadie que contestara a mis llamados. Traté de caminar en línea recta dirigiéndome hacia el centro de la ciudad, a pesar de las desviaciones laberínticas de los muros mi sentido de orientación me hacía pensar que me era posible siempre recobrar mi trayectoria. Tuve también la precaución de contar mis pasos, lo que me permitió saber cuándo había alcanzado el centro de la Ciudad de los Inmortales gracias a que había tenido la oportunidad de medir su circunferencia cuando rodeé la muralla. Nada, ni una sola señal de vida, ningún inmortal, ninguna variación en el patrón de muros que terminaban siempre en ángulos rectos y que parecían no terminar jamás, callejones estrechos donde apenas cabía un hombre. Sólo las estrellas como testigos de que había al menos un hombre en esta ciudad desierta, en este laberinto abandonado hace quién sabe cuantos siglos. Fatigado y sin esperanza me senté recargando la espalda en un muro, mis rodillas pegadas al muro de enfrente por la estrechez del callejón. ¿Qué había sido de los inmortales? me pregunté. Quizá se extinguieron hace cientos de años, quizá por fin murieron, quizá nunca existieron, quizá todo esto me lo estaba imaginado, quizá este laberinto frío y oscuro existía solamente en mi mente, quizá morí en el desierto y esto era el infierno. Pero no, sabía que no había muerto aún porque estaba apenas empezando a sentir el proceso, sí, es posible sentir cuando uno esta muriendo. Fracasé, de nada me sirvió encontrar la Ciudad de los Inmortales para venir a morir en ella. Una vida desperdiciada, una vida dedicada al único propósito de llegar aquí para nada. La mujer de Cádiz, quizá debí quedarme en su lecho por el resto de mis días, en vez de torturarme como lo había hecho hasta ahora para nada, de encontrarme muriendo en este lugar olvidado, lejos de todos los hombres, igual como viví. Quizá sea mejor así, quizá no estamos hechos para ser inmortales, ¿de qué serviría ser inmortal?, si se es inmortal se es eterno, y en la eternidad todas las cosas pasan, por lo tanto si se es inmortal se sufrirán todos los males, se padecerán todas las enfermedades, se experimentarán todos los dolores, se vivirán todas las desilusiones, se tendrán todas las decepciones, se terminará por conocer todo y no habrá más qué conocer, sólo un tedio eterno y solitario. Quizá es mejor así, es mejor morir, quizá ésta es la respuesta, ésta es la respuesta que siempre quise encontrar.