El siguiente es un relato que escribí:

Mi nombre es Germán Gutiérrez, tengo cincuenta y dos años. Escribo esto porque me ha obsesionado estos últimos años y no tengo a quien contárselo, sin embargo siento una imperiosa necesidad de que alguien más lo sepa. Además los sucesos de esa noche, conforme pasan los años, empiezan a desvanecerse, no de la forma natural en la que los recuerdos se hacen borrosos con el pasar del tiempo, sino de una manera misteriosa, en la que a veces lo que me pasó esa noche no lo puedo recordar bien y en su lugar tengo el recuerdo de una noche común y corriente. Es como si algo estuviera tratando de borrar esa memoria y sustituirla por una memoria diferente. Me aterra la idea de perder el recuerdo, de dejarme engañar por ese algo, de caer en su trampa. Escribir lo que pasó con el mayor detalle posible será mi manera de conservar la memoria, de vencer aquello que no quiere que recuerde, aunque en lo profundo de verdad quisiera que nunca hubiera pasado y que por lo tanto pudiera ser verdaderamente libre de ese recuerdo.

Soy un hombre solitario, siempre lo he sido, no tengo amigos. Hay “amigos” del trabajo con quienes convivo, en ocasiones socialmente, pero me refiero a que no tengo alguien en quien pueda confiar al cien por ciento. No estoy casado, no tengo hermanos y mi madre falleció hace ya mucho. Así que podría decirse que estoy totalmente solo en este mundo. Realmente nunca me ha molestado, bueno, hasta ahora. Siempre he sabido disfrutar mi soledad, suelo estar absorto en mis pensamientos, mientras camino por la calle, mientras andaba en el metro, cuando lo hacía. Me gusta leer, me gustaba ir al cine –ya no puedo–, ir a tomar un café y siempre lo he hecho sólo. Pero en esta ocasión de verdad quisiera tener un confidente, alguien en quien confiar para contarle lo que pasó. Probablemente haré una copia de este escrito y lo abandonaré en la banca de un parque o entre las hojas de un libro en una biblioteca, tan sólo para reconfortarme sabiendo que alguien más sabe mi historia. No tengo razón para contar mentiras, y si estás leyendo esto eres seguramente la única persona en el mundo que sabe lo que me pasó aparte de las cinco personas que iban conmigo en ese vagón del metro aquella noche.

A nadie me atreví a contarle lo que pasó por miedo a que me juzgaran loco o peor aún supersticioso, que jamás he sido. No creo en lo sobrenatural, no creo ni siquiera en la religión. Fui criado católico, recibí el bautismo y la primera comunión, pero a partir de mi adolescencia y en particular de la muerte de mi madre no tuve mucha razón para seguir cerca de la iglesia. Con el tiempo las débiles creencias que me habían inculcado se me revelaron como cuentos de hadas e historias para asustar a los niños con el infierno. Siempre he buscado en el conocimiento y la ciencia las directrices para regir mi vida. Y ahora con vergüenza confieso que después de lo ocurrido me ha cruzado en múltiples ocasiones por la cabeza la idea de acercarme a la iglesia, quizá confesarme, quizá hablar con un padre y buscar explicaciones para aquello que a la fecha no puedo explicar de lo acontecido. Después se me pasa, dudo que sacerdote alguno pueda darme explicaciones y mucho menos que me vayan a tomar en serio, cansados de escuchar las supercherías de viejitas de iglesia con sus ánimas del purgatorio y cuentos de ángeles. De igual manera como mis creencias racionales se han visto sacudidas han cambiado también muchos aspectos de mi vida después de esa noche. Por ejemplo ya no puedo pararme en la colonia San Rafel, ni de chiste puedo tomar el metro y en lugares confinados y especialmente en los oscuros me siento terriblemente angustiado. Soy un hombre adulto y me apena admitir que duermo con una lámpara encendida. He pasado más de la mitad de mis noches a partir de ese día sufriendo insomnio. Cosas normales como el crujir de un mueble en la noche o una puerta cerrándose sola por una corriente de aire me ponen los pelos de punta. No soy el mismo que era y sé que jamás volveré a serlo. Si algo te ruego a ti que lees este escrito abandonado es que por favor no vayas en busca de lo que sea que vi esa noche.

He tenido que hacer un intenso ejercicio de memoria para recabar estos recuerdos. Cada que he logrado recordar un detalle de lo que pasó aquella noche lo he anotado, pero cada que lo hago es como si el recuerdo se desvaneciera más, como si se desgastara con el simple hecho de documentarlo. Como decía, es muy raro. La memoria es, según he leído, una mera reconstrucción de hechos realizada por nuestra mente, no se trata de una reproducción fiel como lo sería una fotografía o un video, más bien se trata de ciertos hechos que registramos que pasaron y que al recordar son reconstruidos por nuestra mente como se supone que pasaron. Es como si tuviéramos solamente los planos de una casa y con leerlos intentáramos imaginarla. Es por esto que he sido bastante cuidadoso en mis notas y he suprimido muchos detalles de los que no puedo estar totalmente seguro. Terminé con un montón de notas sueltas que acomodé en serie para tratar de con eso armar la historia completa de lo que ocurrió. Al final tenía muchos huecos que una vez identificados fue más fácil tratar de recordar. Muchos detalles los eliminé porque tengo la sensación de que son producto de mi imaginación. Sin embargo puedo asegurar que los hechos importantes que pretendo relatar si ocurrieron como los contaré. Ahora trataré de describir todo con el mayor detalle posible y de impedir que la imaginación se cuele entre las memorias de lo que realmente aconteció.

Todo era normal y cotidiano en aquella ocasión, acaso la hora fue el único factor distinto ya que se me hizo tarde para hacer el recorrido que había hecho antes tantas veces, ya iban a dar las 12 de la noche y apenas alcanzaría uno de los últimos metros si no es que el último. Bajé a la estación Hidalgo por la entrada que está en esa plazoleta del monumento a Manuel Buendía. Hay una sección de escaleras, después se da vuelta a otra sección y se desciende a un pasillo largo al fondo del cuál se encuentra la entrada al otro lado de Avenida Hidalgo. A la mitad de ambas entradas hay un pasillo hacia la derecha que desemboca en la estación. Entre ese pasillo y la entrada por la que bajé había un hombre sentado, recargado en una de las paredes, un vagabundo. Su mirada perdida, el cabello hecho marañas, balbuceando en voz baja los desvaríos de un loco. El hedor de sudor, caca y orines penetrante me hizo apresurar el paso, quise llevarme la mano a la nariz para cubrirme del olor y un ridículo impulso me lo impidió, no quería que el hombre me viera y se sintiera ofendido. Tomaría rumbo hacia Cuatro Caminos para bajarme en Tacuba y transbordaría a la otra línea rumbo a Barranca del Muerto para bajarme en San Joaquín. Caminaría algunas cuadras hacia la casa en la que vivo a las orillas de la colonia Anzures. Es una caminata de unos quince minutos sobre la avenida, no me molestaba, por el contrario me gustaba porque caminando me enajenaba en mis pensamientos y sentía el fresco nocturno. Bueno, me subí al último vagón del metro como hago siempre, busco el último vagón siempre porque suele ser el más vacío, aunque esa costumbre no hacía mucho sentido en esta ocasión ya que la estación estaba casi vacía y los mismos vagones tenían sólo unas cuantas personas dentro. Aún en estas últimas horas de servicio no me parecía normal ver tan vacío el metro, pero tampoco lo solía usar tan tarde para saber si era normal o no. Al entrar al vagón por la puerta de en medio entró junto conmigo alguien más, de reojo vi que al lado derecho había unas cuantas personas y al lado izquierdo, la cola del metro, no había nadie. Me senté en uno de los primeros asientos que encontré a la izquierda de la puerta por la que entré, del mismo lado que daba a la plataforma y quedé volteando hacia la otra vía. No puse atención en cuantas personas había en el vagón o quiénes eran, estaba ansioso por ponerme a leer un libro que llevaba conmigo. Soy de esas personas que cuando pueden tienen siempre la cabeza metida entre las páginas de un libro, me encanta leer y de joven hasta caminando leía. Sé que suena tonto pero es cierto, en varias ocasiones me puse buenos golpes con postes y con otras personas por leer caminando. Siempre tengo conmigo un libro y en toda ocasión aprovecho para devorar algunos párrafos, en la fila del banco, sentado en la cafetería en la que suelo comer, en una banca de la Alameda esperando la hora de regresar a la oficina y sí, también en el metro. Primer estación, Revolución. A pesar de que me sé de memoria las estaciones siempre tengo la manía de confirmar con la vista el nombre en el pasillo de la plataforma, gire la cabeza hacia atrás para confirmar el dibujo del monumento a la Revolución que tiene esa estación. Una persona bajó del vagón y subieron otras dos, creo. Segunda parada, San Cosme, igual giré hacia atrás la cabeza para encontrar con la mirada el símbolo que representa esa estación, la fachada de una construcción colonial, pero a mí no sé por qué siempre me ha parecido un edificio de cabeza. Nadie bajó ni subió. El metro continuó su rumbo hacia la estación de la Normal y entonces sucedió. A la mitad del camino se detuvo el metro, de forma instintiva levanté la mirada de mi libro a la vez que los demás giraban la cabeza hacia un lado y hacia otro preguntándose que había ocurrido, en un segundo nos miramos unos a los otros y se apagaron las luces. A veces pasa que el metro se detiene a la mitad de un túnel, la verdad nunca he sabido por qué y nunca dura detenido más de un par de minutos, pero jamás me había pasado que se apagaran las luces. Al momento en que ocurrió se oyeron suspiros de sorpresa y un pequeño grito de susto, parecía de una muchacha, que fue ahogado casi al instante. Aquello era una oscuridad impenetrable, estábamos en una tumba. Sorprendido de que no hubiera ni siquiera luces de emergencia o las mismas luces de los túneles puse una mano frente a mis ojos y comprobé que la oscuridad era tal que no podía verla. Escuché la voz de una mujer a mi derecha a unos dos metros preguntar “¿Y ahora?”. La voz de un hombre joven contestó “No pasa nada, ahorita pasa”. Siempre que se para el metro hay un cierto aire de preocupación en el ambiente, nadie lo dice pero inmediatamente los pensamientos van a ese lugar oscuro de la mente donde lo peor sucede. Ese ambiente tenso es perceptible, yo lo atribuyo a feromonas o quizá a algún olor perceptible sólo de forma inconsciente, como cuando dicen que los animales huelen el miedo. Hay entre las personas una comunicación no verbal que dice calladamente peligro. En esta ocasión en particular no era calladamente, era casi un grito. Las voces que oía hacia mi derecha eran de personas que trataban de sonar calmadas pero que en realidad estaban aterradas. Todo esto muy irracional ya que, hasta ese momento, no había una razón peculiar para alarmarse y no había una amenaza inminente contra nosotros. Pero en la oscuridad, quizá por instinto evolutivo, la mente entra en estado de alerta. La mujer que acababa de escuchar hace un par de segundos dijo “mi celular no prende”, la muchacha que había soltado el grito contestó “el mío tampoco, lo estoy tratando de prender”. Comprobé y mi teléfono tampoco prendía, suelo ser reservado pero no podía callarme y pregunté en voz alta “¿qué pasa, por qué no prenden los teléfonos?”. “No sé, el mío tampoco” dijo el joven, “ni el mío” contestó un señor. ¿Qué está pasando? nos preguntábamos. De pronto me cruzó por la mente ¿y si este era el último metro y ya se fueron los empleados y nos dejaron aquí?. No era posible, el mismo conductor del tren tendría que haber llegado a la última estación. Conforme mi vista se adaptaba a la oscuridad el negro impenetrable comenzó a transformarse en una penumbra, podía apenas distinguir figuras de donde provenían las voces y entre esas voces y figuras ya había determinado que los pasajeros del vagón éramos una muchacha y una mujer mayor, un joven, un señor de edad avanzada y yo. La muchacha estaba poniéndose muy nerviosa y el joven la tranquilizaba, el señor no dejaba de decir que era imposible que ningún teléfono encendiera, que no era normal, que algo tenía que estar pasando. “¿Pero qué?” preguntó la mujer y no obtuvo respuesta. El joven, tomando liderazgo de la situación, trató de calmarnos a todos y dijo. “OK, vamos a calmarnos, a lo mejor no hay nada de que preocuparse, debe haber una explicación. ¿Todos están bien? ¿Señora, usted está bien?”. Recibí un golpe de adrenalina, como cuando uno tiene un susto súbito, fue un shock eléctrico en mis extremidades y los latidos de mi corazón se volvieron tan fuertes que podía escuchar como si me bombeara sangre a los oídos, un sudor frío en todo el cuerpo. El susto que recibí fue que el joven estaba hablándole a alguien detrás de mí, es decir, del lado izquierdo del vagón que ahora quedaba a mis espaldas ya que me había volteado hacia la derecha para hablar con los demás. Si de algo estaba seguro es de que no podía haber nadie atrás de mí, cuando subí al vagón el lado izquierdo estaba vacío y durante el trayecto con mi vista periférica me había percatado, sin poner atención, de los movimientos de las personas, todas a la derecha del vagón y sabía que del lado izquierdo nunca había habido nadie. Me puse de pie inmediatamente apoyándome en uno de los tubos verticales al lado de la puerta y me voltee. Efectivamente, casi al fondo del vagón alcancé a distinguir entre la penumbra una figura sentada en uno de los asientos, en ese momento asumí que era mujer porque el joven le dijo señora. He tratado de hacer memoria y cada vez me es más difícil entender por qué pensábamos que era una mujer, a lo mejor sólo yo pensé que se trataba de una mujer, pero el joven le dijo señora, de eso sí me acuerdo. Quizá él alcanzaba a ver con una vista menos fatigada por los años que la mía algo que yo no pude distinguir. Lo que sí sé con seguridad es que no se trataba de una persona, era más bien un espectro. Es decir que, aunque no creo ¿creía? en fantasmas, sería fácil llegar a la conclusión sencilla de que se trataba de un fantasma o algo así, sin embargo aunque no sé como explicarlo pude sentir su presencia y no era una presencia humana. Al menos eso creo, sé que frente al espectro sentí mucho odio, pero no odio mío, odio que el espectro tenía hacia nosotros, no sé como razonar eso pero así describiría lo que sentí, como si su sola presencia nos causara daño. No sé los demás pero yo además de una terrible angustia que sólo podría describir como la falta de ganas de existir sentía un malestar general, una combinación de cuerpo cortado y asco. Esforzándome por recordar a veces tengo la visión de su figura extremadamente delgada, huesuda, quizá un cuerpo decadente como el de un cadáver descompuesto. Pero eso creo que es mi imaginación. En otras veces juraría que vi una mujer espectral totalmente bañada en sangre, pero eso sería también imaginado ya que en semejante penumbra hubiera sido imposible ver el color de la sangre o distinguir los rasgos que caracterizarían al espectro como una mujer. Lo único que puedo usar para referirme a eso es un espectro. Instintivamente caminé hacia atrás y torpemente pisé a la mujer que hasta hace un segundo estaba sentada en la misma hilera de asientos que yo pero a la derecha de la puerta del vagón, ella también se había puesto de pie y ahora caminaba hacia la parte izquierda del vagón diciendo “no había nadie ahí”. “No” contesté yo con una voz quebrada que se oyó como de adolescente y que me avergonzó, estúpida vanidad ahora que lo pienso. “Ay no no no” se oyó un casi llanto de la muchacha, quizá espantada por lo que nos oía decir, pero más probablemente porque también veía al espectro. “Señora” volvió a decir el joven esperando respuesta. “Yo sé que no había nadie ahí dije”. En ese momento se oyeron nuestros respiros, como alaridos silenciosos, la tensión del ambiente era máxima y por primera vez me percaté de que aún con el saco puesto tenía muchísimo frío. Mis manos estaban heladas y me lleve la mano a la nariz para comprobar que también estaba helada, era como si a partir de la aparición del espectro al fondo del vagón, algo hubiera sustraído todo el calor que había en el interior del mismo. Hubo unos segundos de silencio, no sé cuantos, pudieron ser dos o diez, fue como un momento en el que cada quién estaba tratando de encontrar una explicación para este nuevo fenómeno que era aún más raro que el de los celulares que no encendían. “¿Quién es usted?” preguntó la mujer con una voz fuerte, en la que había una combinación de agresión y miedo, como cuando un animal salvaje se siente arrinconado. Lo siguiente no sé muy bien como describirlo, no sé como razonarlo así que menos encuentro palabras para decirlo. El espectro, la figura que antes estaba sentada ahora se encontraba parada en medio del pasillo, pero no se había movido, es decir que nosotros no lo vimos moverse, simplemente estaba sentado y ahora parado, pero tampoco fue que desapareciera de un lugar y reapareciera en el otro como se ve en las películas, fue muy extraño, más bien como si siempre hubiera estado parado en el pasillo y apenas nos dábamos cuenta. La mujer pasó por mi lado moviéndose hacia la figura preguntando con la misma voz aguerrida “¿quién eres, qué quieres?”. Siguió avanzando con su pregunta hasta estar a mi lado y dirigiéndose hacia el espectro y yo me daba cuenta de que la muchacha y el joven se hacían hacia atrás para alejarse de la figura misteriosa. Yo quería también alejarme pero un tonto instinto de gallardía me hizo quedar inmutable, como para poder proteger a la mujer si fuera necesario aunque confieso que no hubiera sido capaz de hacerle frente a la figura oscura que estaba parada en el pasillo, y que seguramente hubiera visto primero por mi vida que por la de esa mujer cuyo rostro ni siquiera conocía y que de forma valiente retaba a ese espectro que había invadido nuestro vagón. Conforme la mujer avanzaba más hacia la sombra o silueta o no sé ni como decirle, más levantaba la voz. Es difícil describir al espectro porque parecía ser una figura plana, como una sombra, pero más oscura que la penumbra del vagón, era como si estuviera hecho de oscuridad y una oscuridad como la de un abismo sin fondo. La mujer estaba ya muy cerca del espectro y el joven, con una voz más cortada e infantil que la mía gritó casi sin aliento “¡cuidado!”. La mujer avanzó firmemente hacia el espectro retándolo y en eso se encendieron las luces, súbitamente el helado ambiente regresó a su temperatura normal. Todas nuestras miradas estaban centradas en la parte del vagón donde hacia unas fracciones de segundo estaba la figura espectral parada en el pasillo y ahora no había nada. Nos volteamos a ver, cruzamos miradas sin decir nada pero diciendo mucho con los ojos: gracias, lo logramos, bendito dios, estamos vivos, no nos pasó nada, ya se fue. El metro comenzó a andar y casi inmediatamente cobró velocidad. “Todos lo vimos ¿verdad?” preguntó la mujer, pero no hubo respuesta, todos permanecíamos en silencio con más preguntas que respuestas en nuestro pensamiento. Vi que esa mujer que nos había de alguna forma defendido del espectro no era tan mayor, acaso de unos cuarenta años, vestía como oficinista, formal, con zapatos de tacón y tenía al hombro una gran bolsa. Su frente estaba llena de gotas de sudor, me lleve la mano a la mía y comprobé que, a pesar del frío de hace unos instantes, estaba sudando profusamente. Me toqué el pecho y sentí mi camisa húmeda y que mi corazón aún estaba acelerado. Nos sentamos y en el breve par de minutos que duró el trayecto antes de llegar a la Normal pude ver ahora sí con detalle a mis compañeros del horrible encuentro mientras todos atónitos guardábamos silencio. La muchacha tendría unos veinte años, de tez morena, cabello oscuro, delgada. Vestía unos jeans negros, rotos en las rodillas como los usan los muchachos y una playera negra con una sudadera abierta. Traía una mochila negra con un peluche morado colgado. Estaba aterrada todavía. El joven tenía la apariencia de un trabajador de oficios, quizá técnico de instalaciones o algo así, con sus botas con casquillo, jeans algo sucios y una playera polo con el logo de una empresa bordado que por más que he intentado no alcanzo a recordar. El señor era mayor que yo, de unos 60 años, con los pantalones y los zapatos salpicados de pintura y una sudadera azul, cargando una mochila que posiblemente tenía más años que él. Para mi sorpresa había un pasajero más, era un muchachito de unos veintitantos años, con camisa de franela y cabello largo y chino, con audífonos puestos que nos veía con los ojos muy abiertos sin decir palabra. Juraría que todo el tiempo tuvo los audífonos puestos y quizá no se enteró bien de lo que pasó pero lo percibió ya que si había una expresión de miedo combinado con pregunta en su cara. Se abrieron las puertas del vagón en la estación de la Normal y todos bajamos inmediatamente por la puerta de la derecha, la más alejada del fondo del vagón donde había aparecido el espectro. No dijimos una palabra, todos se apresuraron para salir de la estación, yo me detuve un momento y voltee hacia atrás para comprobar que el vagón había quedado vacío. El metro siguió su camino. Salí de la estación y ya no vi a nadie.